El Rey emérito es objeto estos días de un intenso fuego graneado. Le disparan a discreción desde los ambientes de la política y los medios. ¿Motivo del encono? Los trasiegos financieros que mantuvo años atrás con la danesa Corinna Larsen.

El asunto tiene visos de culebrón sudamericano. Es tan prolijo y rocambolesco que algunos de sus capítulos son más propios de la trilogía El Padrino, con Francis Ford Coppola de director y Marlon Brandon y Al Pacino de intérpretes.

Los lances que han provocado este formidable escándalo internacional ocurrieron entre 2008 y 2012. El sainete incluye amantes, pagos desorbitados, jeques árabes, blanqueadores suizos, mercenarios y hasta un supuesto secuestro.

Sobre el caso de marras gravitan en estos momentos dos investigaciones. Una corre a cargo del ministerio público de Suiza, donde el fiscal Yves Bertossa trata de averiguar si los 100 millones de dólares (65 millones de euros) que el monarca de Arabia Saudí entregó a Juan Carlos I en 2008 guardan alguna relación con la contrata del tren de alta velocidad La Meca-Medina. Dicho con otras palabras, si ese enorme regalo encerró algún tipo de comisión encubierta.

La línea férrea de La Meca costó casi 6.800 millones de euros. Se adjudicó en 2011 a un consorcio español en el que participaron varios gigantes del Ibex.

La otra pesquisa se sigue en la Fiscalía del Tribunal Supremo. Habrá de determinar si Juan Carlos puede ser inculpado por tal cobro. El marrón que le ha caído al órgano acusador de la más alta instancia judicial es de los que hacen época.

Tampoco es menor el fregado en el que está metida la fiscalía de la Confederación Helvética. Los personajes estelares del embrollo son el Rey emérito y Corinna. El fiscal Bertossa ya tomó declaración a esa última. En cambio, hasta ahora no se ha atrevido a citar a Juan Carlos para que se explique.

El Rey necesitaba una cuenta para canalizar el dinero. Contactó con un conocido gestor de fortunas de Ginebra llamado Arturo Fasana, que iba de la mano del abogado Dante Canonica, también suizo.

Uno y otro son muy conocidos entre las grandes y medianas fortunas de España, sobre todo de Madrid y Barcelona. No en vano, durante décadas administraron los fondos que los potentados de la península Ibérica evadían al fisco. Por las oficinas ginebrinas de Fasana desfilaron, entre otros muchos, la multimillonaria familia Pujol Ferrusola y los capitostes de la trama Gürtel.

Don Juan Carlos convocó a su despacho de la Zarzuela a Fasana y Canonica. Ambos le aconsejaron que, para poner a buen recaudo el parné, nada mejor que constituir una fundación en Panamá. Dicho y hecho, se montó la fundación y esta abrió un depósito en el banco Mirabaud de Ginebra. Poco después llegó el suculento donativo saudita. Hasta aquí el hilo de los hechos en apretado resumen.

A partir de 2012, los acontecimientos se suceden a una velocidad vertiginosa. En abril de ese año estalla el regio descalabro del safari de Botsuana. La plana mayor de Mirabaud se pone nerviosa e insta a Juan Carlos a llevarse a otra parte el dineral, que a esas alturas se ha reducido a 60 millones de euros.

El Rey, inquieto por el cariz que toman los acontecimientos, ordena que se transfieran los fondos a una cuenta de Corinna en la filial de Banca Gonet en Nassau (Bahamas). El traspaso se formaliza mediante una donación irrevocable de Juan Carlos a favor de tal individua.

Pocos días después, un grupo de mercenarios asalta el domicilio monegasco de Corinna y lo pone patas arriba. La víctima sostiene que esos esbirros fueron contratados por el servicio de espionaje español. Además, asegura que los matones la secuestraron.

El fiscal Bertossa sospecha que la fabulosa donación a Corinna no fue más que un apaño para ocultar el verdadero titular del peculio. En resumen, que para aparcar su pasta, Juan Carlos utilizó a la señora. Lo malo para el Rey es que Corinna ha resultado ser cualquier cosa menos manca.

A estas alturas del folletín, algo parece bastante claro. En la historia de faldas, caudales copiosos y agentes secretos, la avispada ciudadana nórdica ha demostrado ser más lista que el hambre. Entre pitos y flautas, ha birlado al emérito 60 millones, y de propina, un gran terreno en Marrakech, procedente de un regalo personal del Rey de Marruecos a Juan Carlos.

De todos los sucesos integrantes de esta película de alta alcurnia y bajas pasiones, hay uno digno del más rancio esperpento celtibérico. Me refiero a cierta peripecia acontecida en marzo de 2010. El Rey asistió en Bahrein al Gran Premio de Fórmula 1. En él participó y salió vencedor el laureado Fernando Alonso.

El emir del país obsequió a Juan Carlos con una suma en metálico. Al término de la carrera, el Rey embarcó en el jet de la fuerza aérea española, pero en lugar de regresar directamente a Madrid, hizo escala en Ginebra. Allí se presentó en el domicilio particular de Arturo Fasana, portando un maletín con 1,9 millones de dólares en efectivo. Y le pide que los blanquee, mediante su ingreso en ventanilla en la banca Mirabaud.

La estampa de todo un coronado Jefe del Estado trasegando por medio mundo abultados fajos de billetes “en negro” no puede ser más estupefaciente, por decirlo de forma benévola.

Estos episodios insólitos revelan muchas cosas, pero en particular descubren una verdad como un templo. Y es que la realidad de la vida siempre acaba superando cualquier ficción que puedan imaginar las mentes más brillantes de Hollywood.