La celebración el nonagésimo aniversario de Jordi Pujol ha servido para que se volviera a hablar del personaje y que bastantes de los antiguos correligionarios lo reivindicaran. De hecho, ya hace meses que algunos medios de comunicación, y muy especialmente TV3, están empeñados blanquearlo e incluso en rehabilitarlo políticamente. Para ello, levantan a los altares una pretendida gran obra de gobierno la cual separan de una deshonestidad reducida a "pecadillos" en la esfera familiar. Obvian, naturalmente, el sistema de corrupción personal y política que construyó y sin la que se hace difícil de entender su hegemonía política y cultural durante tantos años. En la política catalana de los últimos diez años, cuando las evidencias mostradas judicialmente sobre Pujol y el pujolismo ya no lo han podido enmascarar, se ha oscilado entre los que han simulado no lo conocían para evitar que contaminara los horizontes y expectativas actuales, con aquellos que optan por reivindicarlo y, lógicamente, enaltecerlo.
La verdad es que la mayoría de la ciudadanía se esfuerza en pasar de largo de la familia Pujol y sus negocios, así como de la financiación convergente. Es el pasado. Es recomendable olvidar unos tiempos y una época en que las cosas se arreglaban a la manera de una propiedad de campo, donde Pujol ejercía de gran patriarca que trataba a los parceros según merecían y según el grado de adscripción que demostraban. La pretensión de no querer recordar a Pujol --los Pujol-- no es tanto por la aversión que provoca que alguien que ha sido seguido y santificado hasta tal punto no haya resultado ser quien pensábamos, sino justamente porque su liderazgo y su comportamiento real estaban bastante bien identificados y eran tiempos en que se daba por bueno que las cosas se hicieran de esa manera. Se le había idolatrado hasta el paroxismo y quien más quien menos se había beneficiado de su "sistema". Un comportamiento que hace rememorar bastante la reacción de franquistas fervientes que, a finales de los 70, se volvieron olvidadizos con su pasado de brazo levantado en la Diagonal al paso el dictador, para inventarse una biografía de "demócratas de toda la vida", muchos de ellos redimidos justamente por un pujolismo que los convertía entonces en catalanistas, además de darles ocasión de hacer buenos negocios o de acceder a los cargos en la nueva administración que se construía a base de acólitos. De hecho, es la misma gente, la misma escala de valores y la misma moralidad. Seguramente quien lo explicó mejor fue en Gregorio Morán en un fallido por censurado artículo en La Vanguardia. Desde su origen, el planteamiento de Pujol distaba de ser un proyecto político, una propuesta de renovación de la sociedad catalana. Era, básicamente, una aspiración de hegemonía de unos determinados grupos sociales que se sostenía sobre unos pocos valores escasamente elaborados de doctrina social de la iglesia y de nacionalismo que lo que pretendía era mantener el predominio y ocupar el gobierno. Pujol representó siempre y esencialmente una vocación de poder, un discurso redentor y hegemónico para una mesocracia que veía como las ínfulas de modernidad y progresismo de la conurbación barcelonesa la querían recluir a los limbos de la Cataluña posfranquista. La izquierda lo despreció y no captó el peligro real del pujolismo, no entendió que detrás del simplismo teórico, las formulaciones intelectualmente casi pueriles había una gran potencia política. Lazos de intereses, sentido del poder y concepción patrimonial del país. El triunfo de la banalidad.
Toda la amplia base social que apoyó durante tantos años a este "movimiento" era conocedor y partícipe de lo que significaba formar parte del bando "adecuado" de la política y de la sociedad catalana. Lo peor de todo, no son los ingentes enriquecimientos personales y familiares, las enormes fortunas depositadas en paraísos fiscales, los cobros sistemáticos para adjudicación de obras, las fórmulas perversas de financiación del partido y la red de entidades y organizaciones del entorno; sino la corrupción de una sociedad casi entera, la bajeza moral instituida, el mirar hacia otro lado, el temor a ser condenado al ostracismo por el nacionalismo mayoritario, y terminar por reírles las gracias. La corrupción político-económica fomentada, promovida y amparada por el pujolismo sólo representa una porción de la perversidad. La cultura de este mundo ha impregnado una parte significativa del tejido económico y empresarial catalán, así como de la comunidad. Se convirtió en un método, un sistema establecido y ampliamente compartido, participado y conocido, sostenido por un silencio cómplice de una parte significativa de la sociedad catalana y de unos medios de comunicación que lo conocían sobradamente. Jordi Pujol es el espejo de una época, pero también de una cierta Cataluña que se debería superar. Para pasar página, habría que reconocer, sustanciar y dejar de justificarlo. Lo contrario, es cerrarlo en falso y perpetuarlo.