Dentro de nada, podremos entrar en Portugal. En cuanto me dejen, me planto en mi segunda patria ibérica, la que da al Atlántico a lo largo de 943 kilómetros de costa. Voy en busca de arena blanca, agua fría y lubinas a la parrilla, pero, más aún, quiero sumergirme en esa educación lusa que nunca olvida un buenos días ni deja pasar un obrigado al cobrar la taza del mejor café del mundo. Tras meses en medio de una pandemia a la española, con esa crispación que no deja pasar ni una y carga culpas siempre ajenas.
Necesito volver a la calma del país vecino, donde la política y la sociedad es menos cainita. Les asusta el desasosiego, como al escritor Fernando Pessoa. Son muchos los que creen que los portugueses lo han hecho mejor que los españoles durante el coronavirus. Sin embargo, sus medidas sanitarias no han sido muy diferentes a las españolas. Se reaccionó antes, desde luego, y la postura política, marcada por la calma y el consenso, ha demostrado ser más eficaz. No han necesitado sacar pecho ni dar entrevistas ni aparecer continuamente en televisión. La propia ministra de Salud, la doctora en gestión sanitaria Marta Temido, ha cuidado mucho sus palabras, limitándose a asegurar que veía “resultados alentadores en la forma en que hemos gestionado la pandemia”.
La exageración tampoco es bien vista. Portugal no quiere ser ejemplo. Sus ministros ni siquiera se dejan llevar por el ansia de ganar a nadie; la humildad es un rasgo muy valorado. Durante la pandemia han preferido ser cautos, conscientes de la realidad del país: tienen menos camas en las unidades de cuidados intensivos (UCI) que España --es uno de los países europeos con peor ratio-- y su presupuesto sanitario por habitante es más bajo. Como lo es el PIB, que en España alcanza los 26.440 euros per cápita, mientras en Portugal se queda en 20.660.
Sin embargo, la estabilidad mostrada por su Parlamento durante el confinamiento hace que los portugueses vean con esperanza la desescalada. Temen menos el día después. El nuevo éxito portugués, que algunos llaman milagro sin serlo, se ha debido a un mejor clima político y a una gestión participada. Una prueba de ello es el apoyo sin contrapartidas que recibió Antonio Costa, el primer ministro socialista, por parte de Rui Rio, el líder del PSD, principal partido de la oposición.
Es de envidiar una oposición tan responsable. Sin embargo, lo que los españoles vemos con envidia, los portugueses lo ven con naturalidad. Los buenos modales lusos se extienden desde el más humilde ciudadano hasta el más alto dirigente. Y, cuanto peor es la crisis, más destaca en la calle la educación. Sucedió en 2011, con la llegada de la Troika exigiendo un enorme esfuerzo de austeridad, y ha vuelto a suceder en 2020 con el coronavirus. Las buenas costumbres impregnan el país, convirtiéndolo en una nación segura y estable que prospera ante los ojos del mundo, de los inversores y de los turistas.
No dudo que, en la desescalada, Portugal seguirá contando con la ayuda de su jefe de Estado, Marcelo Rebelo de Sousa (un católico conservador del PSD), quien durante la pandemia se ha limitado a ser un confinado más que va al supermercado en pantalón corto y mascarilla. El profesor Marcelo, como gusta ser llamado este catedrático de Derecho, dio hace pocos días una lección sobre la pandemia en un programa de enseñanza a distancia para niños de la Radio Televisión Pública portuguesa (RTP). De entrada, elogió al Servicio Nacional de Salud; después, durante media hora, el presidente se dirigió a los estudiantes dándoles su visión del Covid-19, de cómo llegó a Portugal y “tomó el mundo al asalto”.
Rebelo de Sousa acabó admitiendo que echaba mucho de menos algunas de sus viejas costumbres: abrazar, dar besos y bucear en el Atlántico. Hace algunos años, cuando comíamos tranquilamente frente al Tajo, el profesor Marcelo (aún no era presidente) me dio su visión histórica sobre los habitantes de la Península Ibérica: “No olvide”, me dijo, “que los españoles fueron conquistadores mientras que los portugueses eran navegantes”. La España de hoy podría imitar las tranquilas y educadas costumbres portuguesas. Aprender a navegar entre tempestades. Aún estamos a tiempo de dejar de saltar a la yugular del prójimo, de insultarnos alegremente y de considerar enemigo a todo el que vota diferente. Tanta tensión, además de agotar, dificulta el diálogo. Una desescalada sosegada, sin lecciones magistrales, sería un alivio para el espíritu.