Después de tres meses viendo pasar el tiempo por la ventana, la vuelta a la calle se hace francamente extraña. Como animales de costumbres, en muchos casos podemos quedar atrapados por el síndrome de la cabaña, adaptados a vivir confinados por puro instinto de supervivencia y temerosos de recuperar actividades que antes eran habituales, desde relacionarse con otras personas hasta volver al centro de trabajo o utilizar un transporte público. Por pura obligación, nos hemos habituado a vivir sin hacernos a la idea de lo que puede pasar mañana. De hecho, seguimos sin saberlo. Si lo haremos por la izquierda, por la derecha o por el centro.
La búsqueda en Google de diario de un confinado, con todas las variantes que se quiera, arroja la friolera de 78 millones de resultados. Tal vez por el deseo de poner fin a tan ingrata tarea cotidiana se explique la invasión masiva de terrazas, bares, restaurantes o cafeterías, además de playas y paseos. De hecho, una de las noticias más curiosas de los últimos días ha sido la iniciativa de proponer que nuestra hostelería se declare patrimonio de la humanidad 2020. Lo dicen los promotores de la iniciativa: “”han formado parte de nosotros, de nuestra sociedad, de la forma de relacionarnos y de nuestra historia y tienen un papel muy importante en la cultura española”. Nos puede sobrecoger la duda de pensar si nos hemos vuelto todos locos. Pero lo cierto es que somos el país con mayor proporción de establecimientos de este tipo por habitante, en torno a los doscientos cuarenta mil. Habrá que esperar a ver cuántos quedan después de la crisis económica que nos viene y cómo afecta a esa “cultura española”.
Una de las preguntas más recurrentes durante estos malhadados meses ha sido cómo saldremos de la crisis: mejores, peores o iguales. No queda más remedio que esperar. Sin embargo, alguna cosa se aventura ya que será distinta: el teletrabajo ha venido para quedarse, con todo lo que ello puede representar, y quizá sea el gran cambio cultural más inmediato. Es de suponer que pronto empezaremos a conocer estudios sobre su impacto y la forma en cómo ha influido, tanto en las personas como en las empresas, sin duda, de forma dispar, incluso con diferencias según los segmentos de edad. Pese a ventajas evidentes, impuesto por obligación más que por devoción, el teletrabajo puede tener efectos negativos en muchos casos y en función de las circunstancias particulares, sea por la disponibilidad informática o por las condiciones de la vivienda, por el alejamiento del centro de trabajo o la pérdida de vínculos sociales.
De momento, existe una percepción de generar cierta propensión a incrementar la carga de trabajo, a hacerlo de forma compulsiva, aunque solo sea para demostrar la utilidad de cada cual. El aislamiento de los trabajadores puede favorecer un clima de ansiedad que obligará a poner en perspectiva los riesgos psicosociales de esta actividad, además de la aparición de dolores inusuales por la falta de condiciones adecuadas para interactuar desde la vivienda particular. Cada empresa es un mundo, algunas ya habían empezado a adaptarse de forma exitosa al calor de la conciliación. Pero esta nueva realidad obligará a legislar, entre otras cosas, para que se respeten estrictamente los horarios o para evitar abusos de posición que pueden traducirse en un nuevo tipo de mobbing, de forma que no se altere la vida extra laboral del trabajador, al que habrá de dotarse asimismo de los medios necesarios para desarrollar su actividad. El deterioro del vínculo social por el aislamiento y la lejanía, se hace especialmente complejo en muchos casos de familias con un solo ordenador para padres e hijos. En algunos colegios, se admitía en estos meses la posibilidad de entregar los trabajos de los alumnos hasta las doce de la noche, para facilitar en la familia el uso de las herramientas informáticas de que disponen obligadas a compartir.
La vivienda, especialmente cuando es pequeña, no está pensada para el trabajo y ha obligado a reorganizar sus espacios, a introducir retoques que veremos hasta qué punto llevan a reflexionar sobre la introducción de cambios sustanciales en lo que será la vivienda del futuro. La actuación durante estos noventa largos días ha sido de emergencia. En el futuro, tenga el alcance que tenga el nuevo modelo de actividad productiva, puede ganar terreno la certeza de que el teletrabajo implica una mayor superficie de la casa y configurar el espacio de forma diferente, lo que apunta a un gran reto para la arquitectura. Cierto es que, en muchos casos, la opción de alejarse del centro de las ciudades y orientarse hacia las zonas rurales puede cobrar fuerza. Aunque ello no implicará la desaparición súbita del atractivo de los grandes núcleos urbanos.
El desafío no es menor. Teletrabajar desde la esquina de la mesa de la cocina o del comedor no parece la solución más adecuada a medio y largo plazo. Las videoconferencias se admiten como una alternativa más agotadora que las reuniones presenciales porque requieren más atención. Sin olvidar, además, que la videoconferencia puede suponer una intromisión en la intimidad de las personas, en la privacidad de su vida cotidiana. Dudo que haya algún convenio laboral que contemple la posibilidad de que un superior o un simple compañero puedan dar un vistazo al hábitat privado de sus colaboradores.