El cierre de la planta de Nissan de la Zona Franca resulta muy significativo. Denota una vez más el cosmopolitismo desarraigado de las grandes corporaciones multinacionales que cierran aquí y abren allá sin más consideración que la cuenta de resultados. No son de ninguna parte. Se pone de manifiesto cómo la industria global tiende a priorizar costes salariales bajos y desplaza sus factorías hacia lugares con gente dispuesta a trabajar a cualquier precio o bien por disponer allí de un ecosistema tecnológico adecuado. También se evidencia que España, como tampoco Cataluña, disponen de una política industrial digna de este nombre. A pesar de lo impactante del anuncio del cierre, sólo lo pueden considerar inesperado aquellos que estaban notoriamente despistados.
La empresa no encargaba nuevos modelos en la planta hacía tiempo, la cual sólo trabajaba el 20% de su capacidad y desde hace años que no recibía ningún tipo de inversión. Los sindicatos hace tiempo que se habían arrodillado al chantaje evidente de la empresa para retardar lo inevitable, aceptando despidos parciales y bajas salariales, así como las administraciones proporcionándoles ayudas públicas. No han servido para nada ni los recursos públicos inyectados ni los sacrificios hechos por los trabajadores. Pierden el puesto de trabajo directo a 3.000 trabajadores y llegan hasta 25.000 los indirectamente afectados en las 500 empresas proveedoras de la compañía. Cifras importantes en tiempos de desempleo, precariedad y crisis económica como efecto del coronavirus, pero especialmente relevante resulta la carga simbólica de todo ello. La desindustrialización sigue avanzando en una Cataluña que parece haberse puesto solamente en brazos de un sector tan frágil como es el del turismo y en manos de dirigentes que parecen dar por buena la quimera de que este debe ser un país postindustrial.
Obvian, que una parte importante del sector servicios sigue los pasos del desplazamiento industrial, ya que le aporta una función auxiliar. La modernidad no va ligada a vaciarse de actividad manufacturera como defienden algunos. Alemania es un buen ejemplo. La gran diferencia es que ese país dispone de una gran industria nacional --que cuando conviene, como ahora, protege--, la estrategia de la cual no es la de los mínimos costes laborales, sino el de la tecnología aumentando la productividad y de la calidad, apostando por jugar en el segmento alto del producto industrial.
El retroceso del sector de la automoción en Cataluña y España justamente explica muchas cosas sobre lo que significa ser dependiente de la inversión exterior y de no disponer de proyectos económicos e industriales de largo recorrido. Alemania es la primera potencia europea en el sector de la automoción, con 5,6 millones anuales de vehículos que salen der sus factorías, además de abrigar importantes marcas que producen hasta 15 millones de vehículos anuales en otros países. Pese desplazar a territorios con salarios más bajos una parte de la producción, ha conseguido crear ecosistemas muy potentes en ciudades del propio país, con empresas hipertecnológicas e innovadoras muy vinculadas a las universidades. Y realiza la transición del vehículo de motor de explosión hacia el coche eléctrico, en el que el valor más importante que lleva incorporado es justamente eso, tecnológico.
España es el segundo productor europeo de vehículos, con 3 millones anuales, por delante de Francia que sólo produce a pesar de su fama 2,4. Pero la comparación con Alemania acaba aquí. También con Francia. Tenemos fábricas de empresas extranjeras ubicadas en el territorio sobre las que no se tiene ninguna influencia y en las que el modelo productivo, en general, no ha evolucionado según la tendencia de la industria automovilística de futuro. Se han perdido las marcas "nacionales" y las factorías de producción buscan más que nada las ventajas comparativas en los salarios que ahora ya se encuentran en otra parte. No hay una industria de automoción propia y aún menos un proyecto, una estrategia, elaborada desde las administraciones. No hemos seguido el modelo de Ulm o Wolfsburg y aún menos el del clúster de Baviera, sino Detroit y sus fábricas vacías y el paisaje industrial de la desolación. Ahora todo el mundo llora. Desde el Gobierno de la Generalitat, tan atentos a las cuestiones simbólicas, pero siempre tanto alejados de la prosaica realidad, se lamentan que en la sede central de la empresa Nissan ni siquiera les cogen el teléfono. Las grandes corporaciones sólo suelen atender a aquellos que se hacen respetar. Y no lo hemos hecho en absoluto.