Ha sido comentada, criticada y burlada, con razón, objeto de mil memes --en la mofa y en burlarse de todo, hay que reconocer cómo destaca el pueblo español, que es de lo más irreverente y descreído-- la escultura de Víctor Ochoa a las víctimas de la pandemia, Héroes del Covid-19. A éstas seguramente les hace un servicio enorme, una gran ilusión, allá en ultratumba, este homenaje, así como los días de luto nacional y las banderas a media asta. Y demás gestitos y tonterías que organizan las autoridades: son más bien homenajes a sí mismas.
A propósito de banderas, en su día, en la época de Carmena, me permití reír a costa de la pancarta que colgaba en la fachada del Ayuntamiento de Madrid, que decía: Refugees welcome. Ahora la verdad es que resulta igualmente grotesca la bandera nacional que cuelga de esa misma fachada, con un crespón y un corazoncito negro, justo debajo de otra bandera nacional tendida como una pancarta, y debajo del asta con la tercera bandera nacional; a las que por cierto hay que sumar, en la fuente de Cibeles, que está justo enfrente, otras siete banderas nacionales.
Estamos ante un caso de redundancia patriotera como las de Artur Mas, que gustaba de presentarse ante las cámaras a decir sus cosas --metáforas marineras, choque de trenes, y tal-- delante de siete senyeres, siete. Cuando se despliegan tantas banderas, no lo dudes: alguien se dispone a robar. Primer teorema de Borís Filsturchsky (un matemático ruso muy sabio): “Toda bandera exhibida es, en el fondo, el estandarte negro de los filibisteros”.
Pero volvamos al adefesio de Ochoa, que por cierto también es responsable del busto a Cambó situado en la Vía Laietana con calle Jonqueras, en Barcelona: un extraño Cambó que brota de la piedra sin camisa, como un destronado Lear, y con brazo doblado en extraño escorzo, preparado para asestar un guantazo o asegurándose de que no le sisarás unos euracos que guarda en el cerrado puño.
La tontería de la escultura a Los héroes del Covid-19 es fastuosa, piramidal, entre otros motivos porque fue realizada años antes de la pandemia y entonces se titulaba Escultor o Fauno y aludía a la atormentada mente del artista en lucha contra el mundo y sus prosaísmos.
Con las esculturas públicas hay que ser muy cuidadoso, porque, según dice el segundo teorema de Filsturchsky, “cada nuevo monumento afea infaliblemente el lugar donde se lo coloca”. Una excepción era el monumento a los caídos de Clará en la Diagonal de Barcelona, que destruyeron impunemente los gamberros de ERC. Toda escultura está expuesta a los iconoclastas.
Sucede algo curioso: algunos sondeos que se han hecho para detectar las reclamaciones o deseos de los vecindarios revelan que entre otras peticiones destaca la de alguna estatua en el barrio, algún monumento. A los vecinos les parece que lo realzan, que infunden carácter, simbolismo, prestigio, trascendencia. Esto que hay que tenerlo en cuenta.
El alcalde Serra fue un buen alcalde pero cometió un error que aún se arrastra: encargarle a Tàpies el deprimente Homenaje a Picasso, que injuria los melancólicos alrededores del parque de la Ciudadela. El alcalde Maragall ejerció de hombre ilustrado y salpicó el casco antiguo de Barcelona de monumentos de artistas prestigiosos, de nivel internacional; algunos causan cierta perplejidad, como los oxidados cubos torcidos de la Estrella herida de Rebecca Horn en la playa de la Barceloneta.
En Madrid, la alcaldesa Carmena esparció por las calles unas Meninas velazqueñas pintadas en plan pop. No tenían ni pies ni cabeza y creo que el actual ayuntamiento las ha aparcado. Lo de Ochoa es peor, pero solo lo verán los que entren en la antigua Casa de Correos.
Ahora se cierne sobre los pobres andaluces un nuevo peligro kitsch, idea surgida del magín del jefe de la Junta, Juanma Moreno: las ocho capitales se verán condenadas a exhibir una escultura: unas manos gigantescas a punto de dar una palmada, que representan un homenaje a los “sanitarios”, es decir, a médicos y enfermeros (no a otra cosa que también designa esa palabra). Ocho esculturas iguales, de mármol de Macael (Almería). Nadie podrá decir que la de Jaén es más fea que la de Córdoba, o la de Sevilla más grande que la de Huelva.
Entre lo peor de todo en este campo peliagudo de la escultura pública me parecen las relamidas cabezas de niña, blancas, de tamaño colosal, que Plensa siembra allá donde le dejan. En Madrid tiene una colosal en la plaza Colón. Lo siguiente ya será una porcelana gigantesca de Lladró, que represente a Don Quijote y Dulcinea, por ejemplo.
En fin, creo que no hay solución. Éste es un arte que siempre tuvo un punto chirriante, kitsch, también cuando inmortalizaba a espadones a caballo y a poetas con una dama lánguida tumbada a sus pies, sollozante. Pero gustan al personal, es indiscutible. Yo veo las esculturas como cosas que tienen su lugar ideal en las rotondas de las carreteras cuando se acercan a las ciudades.
Ya en el siglo II a. C. Luciano de Samosata se burlaba de la Escultura, a la que en su famoso Sueño describe como una matrona esforzada y cubierta de polvo, de hechuras hombrunas, con un martillo en una mano y un cincel en la otra, que se disputaba su vocación juvenil con la Oratoria, que era una mujer fina, limpia, y en su mano delicada sostenía una pluma. Luciano no se lo pensó dos veces.