El 20 de noviembre de 2011, el PP ganó las elecciones generales por mayoría absoluta y un mes y un día después Mariano Rajoy se convirtió en presidente de gobierno. Un dirigente que siempre ha creído que la política es más gestión que ideología. Un principio en que sustentó sus casi siete años de mandato y que hizo de la Moncloa una gestoría de élite.
Especialmente en la primera legislatura, su mayor reto no fue satisfacer las prioridades de los españoles, sino las de los principales políticos europeos y especialmente las de los germanos. En el primer trimestre de 2012, desde Alemania, después de una escala en Bruselas, le llegó la libreta con los deberes pendientes y las instrucciones para obtener buena nota.
En ella estaban los principios en que debía basarse la trilogía de leyes más importante de sus dos mandatos: estabilidad presupuestaria, pensiones y relaciones laborales. Las dos primeras buscaban reducir el déficit público, la tercera cambiar el modelo económico.
El principal objetivo de la reforma laboral era lograr una elevada reducción de los salarios para mejorar la competitividad de las empresas, aumentar considerablemente las exportaciones y lograr que el PIB volviera a crecer. En el fondo, en pleno siglo XXI, suponía volver a adoptar el modelo de la década de los 60 del pasado siglo.
Una muestra fue el impulso que la nueva norma dio a los contratos de aprendizaje. Después de ella, una graduada en Psicología puede ser contratada como aprendiz, si trabaja de secretaria, pues la universidad no la ha formado para realizar tal actividad. En cambio, no tiene la posibilidad de hacerlo con dicha categoría en una empresa de asesoramiento psicológico.
En distintos puestos de una misma compañía, puede seguir de aprendiz durante 3 años, siempre que su edad no supere los 30 y la tasa de desempleo no descienda del 15%. En los períodos en los que ésta es muy elevada, el anterior contrato proporciona a las empresas la oportunidad de tener en plantilla a una persona muy cualificada e incurrir en un escaso coste.
Para disminuir los salarios, la nueva norma concedió a los empresarios una gran libertad de actuación, redujo la influencia de las autoridades laborales en el mercado de trabajo y cercenó la capacidad de intervención de los sindicatos. En otras palabras, rompió el equilibrio de poder existente entre los representantes de los trabajadores y de las compañías.
Entre otros aspectos, los empresarios pueden decidir unilateralmente bajar los salarios a sus empleados, cambiarles el horario de trabajo, trasladarlos a otro centro de la empresa o reducirles su categoría. En teoría, solo cuando concurran causas económicas, técnicas, organizativas o de producción. No obstante, como los motivos indicados en la ley son tan generales, en realidad ésta les permite hacer todo lo anterior casi cuando lo deseen. El resultado fue el masivo regreso del trabajador pobre, entendiendo por éste quien no puede vivir dignamente con su salario. La mayoría de las veces es alguien que dispone de uno o más trabajos a tiempo parcial, siendo muchos de ellos por horas o días.
En 2019, después de un lustro de bonanza económica, la duración media de los contratos solo llegó a los 49 días. La anterior expansión, combinada con los bajos salarios, ha cambiado significativamente la participación de las remuneraciones de los trabajadores y empresarios en el PIB. Entre 2007 y 2018, la aportación de los primeros ha bajado desde el 52,5% al 50,6% y la de los segundos ha subido del 47,5% al 49,4%.
En el siglo XXI, solo en 2017 los salarios aportaron menos y los beneficios más. Si la reforma laboral siguiera vigente y volviera el país a disfrutar de un largo período de elevado crecimiento económico, los segundos probablemente llegaría a tener un mayor peso en el PIB que los primeros. Una situación inédita en nuestro país.
Por los indicados motivos, un gran número de trabajadores y votantes de izquierdas, no consideran a la reforma laboral del PP de 2012 una ley más, sino un símbolo. De explotación laboral, precariedad en el empleo, bajos salarios y problemas para llegar a final de mes. Por todo ello, un gobierno reformista debe derogarla por completo y no conformarse con amputarla.
No obstante, el ejecutivo ha de ser listo. El momento elegido debe ser el idóneo y no uno cualquiera. Indudablemente, el actual no lo es. Las leyes laborales que mejoran la capacidad de negociación y los derechos de los trabajadores deben promulgarse en períodos de bonanza económica, así como en las crisis aparecen las que favorecen a los empresarios.
Durante los primeros, los elevados beneficios obtenidos por las compañías hacen que sus propietarios estén dispuestos a compartir una pequeña parte de ellos con los trabajadores. Por tanto, con más retórica que práctica oposición, aceptan los cambios legislativos que favorecen a sus empleados, siempre que éstos no les puedan perjudicar mucho en el futuro.
En las segundas, una gran tasa de paro lleva a los sindicatos a aceptar medidas que perjudicarán a los que ya tienen un puesto de trabajo, si éstas permiten impulsar la generación de ocupación. Priorizan más la creación de empleo en la actualidad a un mayor aumento de los salarios en el futuro.
En definitiva, en la derogación de la reforma laboral, el gobierno ha fallado en la elección del momento, la forma y el fondo. Debería esperar a la recuperación de la economía para eliminarla. No obstante, si se conforma con solo cambiar sus aspectos más lesivos, decepcionará a sus votantes. La reforma laboral del PP no es una ley más, es un símbolo, cuya liquidación debería suponer el final de un período de explotación de numerosos trabajadores.
La forma es manifiestamente mejorable, pues los sindicatos y la patronal se enteraron de su inicial intención viendo la televisión. En materia laboral, hay que ser paciente, dialogante y buscar siempre el consenso. Es la mejor garantía de una larga vida a la nueva legislación.
El fondo es espantoso. Ha dado la impresión que la continuidad del estado de alarma durante 15 días constituye un tema transcendental y la derogación de la reforma uno completamente secundario. El primero puede ser sustituido fácilmente por normas alternativas, el segundo es un objetivo que casi da sentido a toda una legislatura.