De hace un tiempo, se da una corriente de opinión a favor de gestionar los asuntos públicos como si de una multinacional se tratara. Así, de una parte, se considera que aquel político sin experiencia empresarial previa poco puede aportar a la sociedad y, de otra, se sostiene que con altos directivos en la gestión de lo público, todo iría mucho mejor.
Una idea que ha adquirido fuerza durante la tragedia que vivimos, oyéndose voces convencidas de que, durante la crisis sanitaria, lo privado ha funcionado mejor que lo público y que, ahora, ante la magnitud de los destrozos económicos, la reconstrucción debería ser liderada por un alto ejecutivo con experiencia en conducir una gran corporación, lo que se denomina un CEO.
Al margen de quien lidere el país, entiendo que lo que se necesita en este momento es: alinear intereses, conseguir recursos, y gestionar la reconstrucción atendiendo a un orden de prioridades.
Para alinear intereses, se trata de alcanzar acuerdos entre, como mínimo, cinco formaciones políticas distintas con posiciones previas, a menudo, opuestas. En paralelo, consensuar las medidas con diecisiete comunidades autónomas de orientaciones políticas diversas. Añadamos la necesaria convergencia de intereses entre patronales y sindicatos y, todo ello, dando por supuesto que quien gobierna ha de mantener un cierto orden entre los suyos.
Para conseguir recursos, dada nuestra pertenencia a la Unión Europea y su eurozona, la acción se desarrolla en Bruselas, donde los acuerdos habrán de alcanzarse con los restantes veintiséis estados miembros de la comunidas y, especialmente, con aquellos dieciocho con los que compartimos moneda. Y ya son de todos conocidas las enormes diferencias, en buena parte insalvables, entre norte y sur.
Y todo ello debe desarrollarse en un clima de urgencia, ruido y radicalidad, observado continuamente por la ciudadanía, y con la presión añadida de los medios de comunicación.
¿Es comparable el contexto del CEO de una multinacional con el de un gobernante en esta coyuntura? Sería bueno transitar de la fantasía, no dudo que bienintencionada, a la realidad.
Soñar con que un CEO conduciría mejor el país en estas circunstancias, me parece una muestra paradigmática de lo que se nos avecina: una lucha ideológica de una enorme radicalidad. Mientras la izquierda se entrega a ocurrencias imposibles que no hacen más que desorientar, la derecha se arraiga en un discurso que otorga a todo lo privado un valor taumatúrgico.
Se entiende la desazón ante la dinámica política, que ha tenido esta semana un episodio tan innecesario como incomprensible con el acuerdo del gobierno con Bildu, por el que se intercambia, como si fueran cromos, el estado de alarma por la derogación de la reforma laboral.
Pero no hay alternativas fuera de la política. Por complejo que resulte, con estos mimbres tendremos que salirnos. O no salirnos.