Les aseguro que tengo muchas ganas de hacerlo. Les garantizo que se me hace difícil, en cada llamada por videoconferencia que hago, no invitar a todos los participantes del Face, el Zoom, el Skype, el Jitsi Meet o el artilugio o aplicación que sea a venir a mi casa a desayunar, comer, merendar, emborracharse o platicar sin prisas.
Pero no lo hago. Me cuesta, pero no lo hago. Me han pedido que me abstenga y visto lo visto, con la que está cayendo y con la que aún nos puede caer, no lo voy a hacer.
Lo haré cuando me dejen. ¡Qué sea pronto por favor! Y lo haré no solo porque pueda ser o no ser obediente sino porque el gravísimo momento que estamos viviendo lo requiere.
Saldremos. Y en esa salida deberíamos exigirnos que la estampida no nos pille debajo de todas las patas y la arena que se va a acumular cuando el gentío se desborde. En la previsible evasión conjunta deberemos volver a vigilar que la estampida no nos haga daño
Vigilamos los datos y las cifras que van apareciendo con clara voluntad de mantener el optimismo y el deseo de que los nuevos números de infectados nos permitan abrir horizontes. Algunos se quejan de que es demasiado, pronto otros consideran que demasiado tarde… No sé, no sé… Pero yo la verdad es que confío plenamente (a pesar de los fantasmas que ven algunos) en que las decisiones que se toman responden a unos parámetros objetivos y que se sustentan en base a las cifras de infectados, ingresados y fallecidos.
Confío en que volveremos a esa cierta rutina de análisis físico personal y volveremos a estar vigilantes para calibrar si nuestros males responden a dolencias recién estrenadas y peligrosísimas o pertenecen a nuestra memoria hipocondriaca. Quiero pensar que volveremos a ponderar si aquellos males, dolores, punzadas y/o ahogos con los que hemos ido conviviendo a lo largo de nuestras vidas y les habíamos dado (o no) una importancia relativa son nuevos y deben por lo tanto preocuparnos, o forman, han formado y formarán, parte de nuestra hipocondría vital y personal con la que hemos aprendido e intentado vivir desde tiempo inmemorial.
Intentaremos olvidar, tan pronto como podamos, ese estrés familiar para la desinfección de los primeros días que nos pasó factura: quedarnos en pelotas en el portal, dejar la ropa en una bolsa que entraba directamente a la lavadora, ducha inmediata, limpiar cada paquete que había llegado del súper, uso de lejía diluida para con las verduras y frutas… un sinfín de medidas que hacía muy complejo encontrar un voluntario dispuesto para la tan valerosa tarea de salir de casa para traer suministros.
Durante esta reclusión forzosa ha habido momentos en que, ya sea por la euforia de una conversación amiga y añorada o por el alcohol de las cervecitas, las copas de vino o los Gin-tonic que se precien, nos sentíamos robustos, fuertes y capaces. Imaginábamos que este virus no iba a poder con nosotros…Eran solo unas horas… las que dura el entusiasmo y la vehemencia, en las que te sientes invencible de nuevo.
La realidad, una vez pasada el optimismo, es que somos y, principalmente, nos hemos sentido y nos sentimos, vulnerables.
Nos tocará también superar ese miedo que se nos ha interiorizado e inoculado de manera inevitable. El Covid-19 se ha colado en nuestra realidad diaria y ha hecho que paseemos, nos relacionemos y vivamos profilácticamente.
Más vale que vayamos acostumbrándonos a la sensación de falta de aire con las mascarillas, a tener la piel apergaminada de tanto gel desinfectante, a distanciarnos de aquellos que abrazaríamos y a interiorizar esa excepcionalidad con normalidad.
Difícil. Sí, difícil, pero imprescindible para que la estampida no nos arrolle.