En la redacción de sus estatutos, las comunidades autónomas se adjudicaron competencias exclusivas en materia de asistencia social. Unas atribuciones que en régimen compartido también otorga la Constitución a la Administración central y que recaen sobre la Seguridad Social.
La solución del conflicto competencial ha supuesto que las autonomías asuman la protección de los colectivos que no reciben prestaciones de aquella. El principal instrumento utilizado es la renta mínima de inserción (RMI), conocida también como salario social.
La RMI es una prestación monetaria destinada a cubrir las necesidades básicas de las personas que se encuentran en situación o riesgo de exclusión social. La normativa reguladora es muy diversa, ya sea en el apartado económico, en relación a su compatibilidad con los ingresos laborales y su extensión en el tiempo (definida o indefinida).
En todas las autonomías, hay un importe mínimo y máximo mensual por hogar. Por regla general, cuanto más personas lo integran, mayor es la cuantía percibida. En 2018, el primero fluctuaba entre 300 euros en Ceuta y 644,9 euros en el País Vasco, el segundo alcanzaba 420 euros en la anterior ciudad autónoma y 1.221,6 euros en Navarra.
En dicho año, la prestación media mensual en España ascendió a 463,05 euros y el importe total gastado a 1.520 millones. El número de hogares y personas beneficiados fue de 293.202 y 679.180, respetivamente. Una cifra insuficiente debido a las restricciones presupuestarias, la escasa información sobre la RMI que disponen las familias con menos ingresos y las trabas administrativas que establecen la mayoría de comunidades para su concesión.
Para extender dichas ayudas a un mayor número de habitantes, aumentar la cuantía percibida por numerosas familias y simplificar el proceso de adjudicación, el Gobierno ha decidido instaurar un ingreso mínimo vital (IMV). Sus principales objetivos consisten en combatir la pobreza y el riesgo de exclusión social, exactamente los mismos que la RMI.
En el actual período de crisis, el incremento del gasto en asistencia social me parece una excelente idea, especialmente por el elevado incremento del paro y las mayores dificultades para obtener ingresos de las personas que actúan en la economía sumergida.
A pesar de ello, el IMV no me parece la solución adecuada. En líneas generales, tiene un carácter más político que asistencial. Mis principales objeciones son las siguientes:
1) Duplicidad de administraciones. La Administración central debería aportar más fondos a las autonomías para facilitar la llegada de la RMI a un mayor número de familias y aumentar el importe medio recibido por éstas.
También sería necesario que uniformizara la dispersa normativa actual, estableciera las cuantías máximas y mínimas en cada provincia en base al distinto coste de la vida y redujera considerablemente el número de documentos que los solicitantes deben aportar para lograr su concesión. En ningún caso, habría de actuar como un segundo pagador.
2) Inexistencia de contraprestaciones. Si los hogares reciben un dinero mensual a cambio de nada, la mayoría probablemente no hará nada para merecerlo. La contraprestación puede ser social, laboral o formativa. Por ejemplo, colaborar en la Cruz Roja, en la limpieza de bosques o en la mejora de su cualificación profesional. La única excepción serían las personas cuyo estado de salud les impida desempeñar cualquier trabajo.
3) Carácter indefinido. Las únicas prestaciones económicas indefinidas deberían ser las pensiones y las derivadas de la incapacidad permanente absoluta. Cualesquiera otras habrían de tener una duración limitada. En caso contrario, el número de hogares que optaría a la RMI crecería en una elevada medida y dificultaría su financiación.
4) Compatibilidad condicionada con ingresos laborales. Estoy de acuerdo con que la RMI pueda complementar los ingresos laborales, si son inferiores al importe del salario mínimo o éste no permite una vida digna a una familia numerosa. No obstante, para lograr la compatibilidad, los miembros adultos deben demostrar que están buscando activamente una ocupación a jornada completa u otra complementaria a la actual a tiempo parcial.
5) Escasos fondos y muchas expectativas. En fechas recientes, el ministro José Luis Escrivá ha manifestado que la pobreza extrema en España se podría casi erradicar si se procedía a crear un IMV con una dotación presupuestaría de 3.000 millones.
En 2018, según el INE, dicha pobreza afectaba a 1.000.939 familias, el 5,4% de los hogares. En 2020, si dicho número no hubiera variado y la prestación más baja fuera equivalente al importe del IPREM (537,84 euros), el gasto del conjunto de las administraciones destinado a eliminarla alcanzaría los 6.460 millones.
Si procedemos a descontar los 1.520 millones gastados por las comunidades autónomas, el coste de la implantación del IMV se situaría en 4.940 millones. En concreto, 1.940 millones más de los presupuestados por el ministro, excepto si la prestación otorgada es sustancialmente inferior al importe del IPREM u otras administraciones destinan importantes partidas a la asistencia social. Un último aspecto muy dudoso.
No obstante, aunque la dotación final del IMV alcance los 4.940 millones, la gran crisis actual hará que dicho importe sea insuficiente para lograr que en 2020 la pobreza extrema afecte a menos de un millón de familias en España.
En definitiva, el IMV tiene un componente más político que asistencial. Con su creación, los dos partidos que integran el ejecutivo español, aunque especialmente Podemos, pretenden contentar a una parte de su electorado potencial: los hogares más humildes.
Si no fuera así, las medidas adoptadas perseguirían reforzar la RMI y extender su aplicación a un mayor número de familias con pobreza severa. Lo harían mediante una mayor aportación de fondos de la Administración central a las comunidades, la generación de una legislación más uniforme y la simplificación del proceso de adjudicación.