Se acerca el final del confinamiento y ya podemos leer cómo van a cambiar nuestros gestos ante la recomendación o imposición del distanciamiento social o físico, que no es lo mismo. ¡Qué tiempos aquellos de las paellas compartidas!, añoran ya algunos. ¿Cuándo volverán las multitudinarias ferias gastronómicas? y ¿qué va a ser del deleite de mojar pan en el mismo plato?
Quizás triunfe el temor a compartir como mecanismo para preservar la salud a costa de una cultura y creencias peculiares. Esta misma disyuntiva ya la vivieron en otras ocasiones nuestros antepasados. Hacia 1520 Erasmo describió una tensión similar entre el riesgo de contagio y la concurrencia humana, cuando en una fonda alemana se juntaban entre 80 o 90 personas, ricos y pueblo bajo, todos mezclados. Unos lavaban y tendían la ropa, otros en la misma agua ennegrecida se refregaban sus manos, mojaban el pan en la fuente común, lo mordían y volvían a mojar. Todo olía a ajo y hacía tanto calor que los huéspedes sudaban y compartían el sudor. Con casi total seguridad alguno estaba enfermo: “Probablemente, la mayoría tiene sífilis, lo cual es más temible que la lepra”. “Brava gente” le comentó otro testigo, se rieron y anotó Erasmo: “esta bravura ya ha costado la vida a muchos. ¿Y qué van a hacerle? Están acostumbrados a ello, y además los hombres íntegros no alteran sus costumbres”.
Cuando salgamos de la última reclusión, las relaciones de grupo pueden estar condicionadas por el temor al contagio que puede mutar en miedo, en rechazo a compartir tiempo y espacio o, más grave aún, en una aversión al género humano. En cierto modo, se pueden desarrollar gestos intuitivos para evitar objetos o momentos que son o pueden ser fuente de contagio, comportamientos que serán consecuencia de normas impuestas o de valores culturales y sociales reformulados.
El comportamiento en la mesa ha evolucionado a lo largo de la historia. Norbert Elías afirmó que las maneras de comer no son actitudes aisladas, sino que forma parte del conjunto de conductas transmitidas social e históricamente, “cuyo grado de desarrollo se corresponde con una estructura social”, a las necesidades de cada momento o a las que consideran que deben ser las más razonables. Todo puede cambiar o no, depende de quiénes sean los que juzguen o valoren la conveniencia del cambio de los gestos.
Una anécdota ilustra muy bien las diferencias entre las maneras de comportarse de una cultura u otra, la resistencia a cualquier cambio o la imposición de un gesto desde el poder. Sucedió en el siglo XIII, el Dux de Venecia se había casado con una princesa bizantina que trajo de su corte un tenedor. Entre la alta sociedad se consideró que utilizar ese objeto en la mesa era de un refinamiento inadmisible, se debía comer con la mano y punto. La princesa tuvo que adaptarse a las maneras de comer en la corte veneciana, se contagió de “una enfermedad repugnante” y murió. Los teólogos debatieron sobre el caso y Juan de Fidanza --futuro san Buenaventura-- concluyó que había sido castigada por Dios.
Se tardó más de tres siglos en que se difundiera entre las elites el uso del tenedor. En Francia lo introdujo Enrique III hacia 1580, y fueron muchas las risas contenidas al ver que camino de la boca se le caía la mitad de la comida. Todavía a mediados del siglo XX, en tiempo de la siega muchos campesinos europeos comían con la mano o bebían del mismo tazón. El cambio fue lento, primero comenzó con la distinción de unos pocos que usaban cubiertos de oro y plata, y más tarde se extendió por la divulgación entre la mayoría de objetos de peor calidad y menor valor.
Se avecinan inminentes cambios en nuestras maneras de comportarnos en el espacio público. La implantación de los nuevos gestos puede acelerarse en función de la recurrencia y duración de sucesivos confinamientos. Todo culminará en un fracaso para la humanidad si el temor lo desarrollamos hacia nosotros mismos como especie y, finalmente, triunfa la misantropía.