El domingo asistimos asombrados a la salida en tromba de muchos niños y mayores sin respetar las recomendaciones sobre mascarillas, guardar las distancias, y otras medidas de protección mil veces repetidas desde el púlpito del padre Simón, por no hablar de las limitaciones de tiempo y distancia del domicilio que se dejaron al albur de cada cual. Lo que dio lugar a imágenes en las redes que se hicieron virales y al hashtag del día #irresponsables. La sorpresa acaso no habría sido tanta de no haber escuchado tantas veces de boca del gobierno elogios a una “ciudadanía ejemplar”; de no haber confiado exclusivamente en el miedo para mantener el confinamiento --con una puesta en escena de uniformados que nos informaban todos los días de cuantos esquiroles habían sido detenidos en una playa solitaria o por alejarse de la ruta al súper-- y sobre todo, de haber gestionado las medidas de confinamiento a la europea. Porque irresponsables los ha habido durante las seis semanas de confinamiento sin que nadie se haya ocupado de ellos.

Sin tener que salir de casa, más de uno hemos sido testigos de situaciones potencialmente más peligrosas que en la calle. Cuando un vecino de mi rellano llamaba a la policía municipal para denunciar al de la puerta de a lado, un matrimonio que todos los dias ha recibido con grandes abrazos y alaracas a su hija que venía de otro barrio disfrazada con la consabida bolsa del súper, el denunciante era amonestado por los guardas, diciéndole que no había motivo para la denuncia.

Los que asistimos a la escena no podíamos imaginar que el matrimonio denunciado recibiría a los municipales haciendo valer ella su condición de funcionaria del ayuntamiento de Madrid. Proclamó tantas veces “soy vuestra compañera”, que los uniformados parecieron olvidarse de cualquier pesquisa sobre las reiteradas visitas de la hija y terminaron por pedir disculpas al ofendido matrimonio.

Lejos de resultar disuasoria, la visita de los guardias municipales sólo sirvió para reforzar la impunidad de la pareja, que se sintió así autorizada a seguir recibiendo visitas externas, rompiendo con ello la cadena de contención tan arduamente mantenida por el resto de vecinos. Otros se habían quejado de un grupo de adolescentes que todas las noches se reunían para fumar junto a la piscina con idéntico resultado. No parece que fueran la excepción.

Sin esperar al domingo, el sábado ya podía uno cruzarse en el mismo barrio de Arturo Soria de Madrid con matrimonios que habían decidido salir a la calle con sus hijos, por no hablar de alguna que otra urbanización donde podía verse a grupos de quince o dieciseis niños jugando juntos. Si eso sucede en un barrio donde la mayoría puede escuchar a Sánchez por ciento veinte canales de televisión, que no será allí donde tienen que conformarse con una radio o no tienen sitio en casa ni para respirar. ¿Que se hace con todos estos desobedientes que añaden riesgos innecesarios a la vida de los demás?

La frustración y el resetimiento están servidos. Las rupturas entre vecinos, al igual que la elevada tasa de divorcios y patologías mentales que muchos vaticinan, son sólo algunos de los daños colaterales de un confinamiento que no ha sido tan ejemplar como nos han hecho creer ni tampoco igual para todos.

Mientras el ejército ganaba puntos con las nobles tareas de desinfección de residencias, aeropuertos y otros espacios públicos, parece que al resto de cuerpos policiales les hubiera tocado bailar con la mas fea. Más dirigidos a cazar desobedientes que a controlar situaciones con alto riesgo de contagio, como es el propio acceso al metro, del que tras la reincorporación al trabajo en muchas empresas no esenciales, han vuelto a circular imágenes de vagones llenos a la hora de regreso a casa. Un trabajo de inspeccionar bolsas y listas de la compra que, amparados por el principio de autoridad, no todos han sabido desempeñar con la misma educación, siendo a continuación expuestos en las redes sociales por sus malas maneras.

Una labor que habría sido menos aleatoria y seguramente vista como más ecuánime de haber mediado el consabido papelito que acredita la hora de entrada y salida del domicilio que utilizan los franceses y los griegos. Al tiempo que habría proporcionado su dosis de alivio diario a todo ciudadano, autorizado a disponer de una hora al dia fuera de su domicilio, la cual puede emplear tanto para ir al super, como para correr o pasear al niño. No solo al perro.

Claro que para permitir el alivio diario del que han gozado el resto de los ciudadanos europeos, tal vez habría sido necesario incluir en el mismo confinamiento a todas las empresas no esenciales como se ha hecho en los demás países. Incluso en la Gran Bretaña de Boris Johnson, quien advertía el lunes que no era momento de ceder a la presion de las empresas para aliviar su confinamiento, nunca se ha cuestionado esa hora de asueto para todo ciudadano ni se han cerrado los parques.

En España, en cambio, el lunes vimos el regreso a las fábricas en el sector de la automoción, sumándose nuevos obreros a los que llevan trabajando en otras grandes empresas no esenciales como las de la construcción. Haciendo que en España todo el peso para bajar los contagios y los ingresos en UCI haya recaído en la población destinada a permanecer encerrada.

Abrazamos el confinamiento con una fe ciega, casi con fervor, pensando que las dos semanas con las que inauguramos el Estado de Alarma nos iban a librar de la muerte que campaba ya a sus anchas. Aunque la mayoría ya intuíamos, vista la evolucion del coronavirus desde China, que esto iba para largo, lo que no se esperaba es que seis semanas después no se hubieran creado las condiciones necesarias, como la detección de contagiados con tests masivos, e ideado medidas para el control y racionalización del tiempo de asueto como vienen practicando el resto de países europeos, con mejores resultados en el control de la pandemia.

Aquí, en cambio, se ha obligado a la población a comprarse un perro o a multiplicar las visitas a lugares de contagio como el súper y la farmacia, para poder salir a por un poco de aire o estirar las piernas. Hemos visto cuanta invención han despelegado los españoles para burlar a la policía, desde pasear con un periódico antiguo o bajar a pasear seis veces al perro en dos horas, a entrar en la taberna por la puerta de atrás. 

Los listos hacen que el confinamiento sea visto por muchos como cosa de tontos.

Ha dejado de vivirse como una gesta colectiva a medida que veíamos como se libraban los pillos o los influyentes --con notables ejemplos, como el de Mariano Rajoy haciendo footing por la calle, o Artur Mas en su segunda residencia en la costa--. Así ha cundido la sensación de arresto domiciliario.

Casi 6.500 detenciones y cerca de 700.000 denuncias, hacen pensar que el cumplimiento ha sido menos voluntario y responsable que producto de la imposición y el miedo.

Probablemente nadie, o casi nadie, discute la necesidad y eficacia de un confinamiento que ha sido esencial para bajar el número de contagios y hospitalizaciones. Pero sí hay más que discuten como se ha hecho, como muestran las últimas encuestas. De una aceptación de más del 90 por ciento al principio, no llega hoy al 60 por ciento.

El encierro no ha sido vivido igual por el que lo ha pasado en una villa frente al mar o un chalet que por el que vive hacinado en un piso de La Mina; por el que está en armonía familiar o en una situación de violencia doméstica; el que sigue con su teletrabajo en casa o el que se ha quedado en paro; por el que tiene perro o no; por el bipolar o depresivo que por el optimista por naturaleza, y sobre todo por niños y mayores.

Medir su éxito por una encuesta es ignorar el alto coste que ha supuesto para una parte importante de la población. Los conatos de rebelión empiezan a verse en denuncias propiciadas por Vox, pero también en la impaciencia por salir de los ciudadanos.

¿Qué cabía esperar de niños que llevan seis semanas sin pisar la calle? Cierto, que tuvieran padres más responsables. Pero no solo.