La situación límite a la que se enfrenta España (y tantos otros países) por culpa del virus exige un programa de reconstrucción y un esfuerzo económico que difícilmente podrá salir adelante sin un amplio acuerdo político que vaya mucho más allá de la vacilante mayoría parlamentaria de la que dispone el gobierno. Esta es una idea que gana adeptos a diario, aunque de momento el líder de la oposición se resista a afianzarla; prefiere agitar los muertos y el peligro marxista para arañar algunas décimas en intención de voto. Pablo Casado está esperando a saber de cuánto dinero europeo dispondrá Pedro Sánchez para apuntalar la recuperación, para evaluar las probabilidades de éxito de dicha reconstrucción y entonces apoyarla o combatirla. Parece lógico pensar que es cuestión de tiempo que las posiciones se acerquen, si es que hay lógica en la política.
Lo que sí hay en la política es una tendencia natural a echar la vista atrás para buscar en el pasado situaciones en las que acomodar posiciones actuales. Durante años, hemos visto a dirigentes catalanes viajar al 1714 para hallar la piedra angular del futuro; ahora, en un regreso al pasado mucho más modesto, han reaparecido los legendarios pactos de la Moncloa de octubre de 1977. Otro remake que apunta a mala película.
Las diferencias de la situación política y social entre 1977 y 2020 son manifiestas y las razones del desastre que se aventuraba entonces y del que se avecina ahora, también. Hace 43 años, existía un diagnóstico compartido entre el gobierno de Suárez y la oposición sobre cuál era la prioridad (consolidar la democracia), se disponía de una propuesta para discutir (el programa de Fuentes Quintana), había voluntad de acuerdo y los protagonistas estaban dispuestos a correr riegos políticos por el solo hecho de sentarse juntos perseguidores y perseguidos de no hacía tantos meses. España estaba fuera de la Comunidad Económica Europea, no regía ninguna Constitución ni había que respetar ningún Estado de las Autonomías.
Los dirigentes políticos que firmaron los pactos de la Moncloa lo hicieron sobre un papel en blanco en el que todo era posible, por supuesto dentro de las graves limitaciones financieras debidas al aislamiento comunitario y la debilidad del régimen democrático recién nacido. Todo estaba por hacer (estado de bienestar, estado de derecho) y soñaban con hacerlo. Un puñado de líderes parlamentarios (10 personas) podían reunirse y decidir qué hacer desde el gobierno y el Congreso de los Diputados. Hoy, esto es impensable, porque el 80% de las cuestiones a debatir y aprobar corresponderían a materias competencia de las Comunidades Autónomas y porque nadie de los reunidos dispondría de la rotativa para imprimir dinero, instalada desde hace años en Bruselas.
Los pactos de la Moncloa pueden ser un referente simbólico al consenso necesario para salir de esta, pero poco más. El formato de un pacto de estado en 2020 deberá ser mucho más complejo porque el número de los protagonistas y sus respectivas legitimidades se ha multiplicado por el desarrollo del Estado de las Autonomías. Una fórmula autonómica que a estas alturas no satisface a casi nadie (por insuficiente o por excesivo) pero que nadie se ha atrevido a reformar, a pesar de las muchas advertencias de políticos y académicos sobre el colapso del mismo, debido al horroroso despliegue del que ha sido objeto casi desde el día siguiente a su aprobación. Mientras, no hay otra alternativa que acatarlo.
Los pactos de la Moncloa son dos, el acuerdo económico y el político. Sin el político, no habría visto la luz el económico. Igual pasará con el probable intento de alcanzar un programa de reconstrucción de amplia base que viene divulgando el gobierno de Sánchez, apelando a la leyenda de 1977. Para todos los llamados a participar de este pacto de estado es mucho más fácil coincidir en las medidas financieras y presupuestarias imprescindibles para afrontar la crisis económica que nos dejará de recuerdo el coronavirus que asumir las exigencias políticas (o chantajes) de cada uno de los llamados a la mesa o mesas de negociación.
Hemos llegado al escenario de siempre. Aquel en el que se imponen la abismal distancia existente entre los grandes actores de la política sobre el diagnóstico de los males de España y el miedo compartido por casi todos a repensar la Constitución. Es fácil suponer qué pretensiones políticas tendrá el PP antes de aceptar una eventual negociación del plan de reconstrucción del estado de bienestar; o cuáles serán las prevenciones del PSOE para asegurarse la dirección del mismo. Y quién puede imaginar a los actuales dirigentes de la Generalitat diciendo lo que dijo Jordi Pujol cuando apoyó los pactos de la Moncloa: A Cataluña le conviene que España vaya bien. Hará falta un milagro, no un simple remake.