Si nos lo hubieran dicho hace unos meses, habríamos preguntado por donde ponían la película. Somos actores protagonistas de un drama planetario: casi el cuarenta por ciento de la humanidad vive confinada. Ignoramos cuándo ni cómo acabará la pesadilla. Habrá un día después, con toda seguridad. Mientras llegue, transitamos entre la estación del miedo hoy y la desolación previsible mañana. El destino se antoja dantesco. Tememos salir a la calle incluso a comprar alimentos. Nos creíamos inmunes a casi todo, insolidarios, ajenos a cualquier afectación por los demás y hemos descubierto en unas semanas que, además de indolentes, somos letales para nosotros mismos. Más parece que sufriésemos una pandemia de agorafobia en esta Arcadia feliz que creíamos habitar.
Ansiamos una normalidad que desconocemos como será. Tendremos que enfrentarnos a una crisis económica y social de dimensiones impredecibles. Tiempo de tribulación actual que es prólogo de otro de redención futura. Cabe la esperanza de que, a fuerza de encierro e indignados con nosotros mismos, acabemos ante el espejo pensando que no nos gustamos y cambien nuestros hábitos y modos de comportamiento. Pero la memoria es frágil y escurridiza. Faltos de sol, las sombras pueden ganar a las luces, sin saber cómo afrontar ese día después.
El maldito bicho ha puesto de relieve, además de la precariedad de la vida, la fragilidad del andamio donde vivíamos felizmente encaramados. Se ha cerrado el horizonte visual de los problemas y obturado el objetivo: no vemos nada, lejos de ampliarse el foco. Se han borrado de un plumazo cualquiera de las preocupaciones existentes: del hambre a la sostenibilidad, crisis de refugiados o terrorismo, incluida la plaga de langosta que amenaza la seguridad alimentaria de veinticinco millones de personas en África. Nuestro mundo parece haberse desvanecido, apenas nos queda vida cotidiana y hemos perdido nuestra zona de confort, achicada hasta límites impensables: el espacio de la vivienda parece nos tuviese secuestrados y atrapados por un raro síndrome de Estocolmo.
Solo nos faltaba la duda metafísica de saber si somos esenciales o de los prescindibles, tras las medidas del Gobierno que hoy entran en vigor. Cada cual sabrá estos días donde le toca estar. En paralelo seguiremos oyendo eso de que ahora lo esencial son la salud y las personas. ¿Acaso antes no eran fundamentales? ¿O redujimos las personas a un simple NIF? La calidad de una sociedad se mide también por la atención que presta a los más débiles. Sin embargo, hemos descubierto con horror la realidad de las residencias de ancianos, entre aparcamiento y cementerio de elefantes, como expresión de la miseria humana, de infamia hacia donde no mirábamos porque no queríamos. ¿Habremos aprendido algo cuando acabe este periodo de zozobra y tribulación? Prefiero pensar que sí.
Allá por el 430 a.C., en pleno siglo de Pericles, el historiador Tucídides relató en su Historia de la Guerra del Peloponeso la plaga que asoló a Atenas durante la guerra con Esparta. “Lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo que se apoderaba de uno cuando se daba cuenta de que había contraído el mal”. También dejó dicho que el poder político tenía generalmente tres grandes motivaciones: interés, miedo y vanidad. En 2008, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, apelaba a “refundar” el capitalismo sobre nuevas bases éticas. Pasaron doce años y seguimos como antes de aquella crisis que suena a broma. Resulta obvio que es más fácil buscar culpables que proponer soluciones. Como es peor tener serrín que pájaros en la cabeza.
Estos días, simplemente con ver lo que llega por el teléfono, tengo la percepción de que se generaliza la idea de que tenemos la peor clase política de todos los años de democracia. Una situación que invita a pensar que algún majadero pueda imaginar que, con el decreto de servicios esenciales, tiene hecha la lista de nacionalizaciones deseables y criminalizar a las empresas. Cuando la desolación que se avecina exige arrojo y voluntad de colaboración entre lo público y lo privado. Porque planea además sobre nuestras cabezas de chorlito un riesgo de peligrosa pulsión totalitaria, la amenaza de una pandemia de populismos de todo color.
De esta crisis global, no saldremos sin un esfuerzo común de igual dimensión para abordar la desolación que se avecina. Pero la tendencia es que cada uno haga de su capa un sayo al grito de “¡Sálvese quien pueda!”. El proyecto europeo parece una quimera que solo sirva para ahorrarnos ayer una hora de enclaustramiento. Quizá nunca fue tan cierto como ahora aquella idea de Caballero Bonald de que “la patria es lo que se ve por la ventana de la casa donde vivimos”. Es preciso listar las tareas posteriores a esta larga cuarentena, como las buenas intenciones de cada año o la compra del súper. Las listas nos han acompañado desde siempre y, en medio del caos, sirven para establecer cierto orden y tienen valor ansiolítico.
De momento, nos queda el ejercicio de aprender a aburrirnos estando atrancados. Quién no aprendió de niño, lo tendrá más difícil. Que no es lo mismo organizar que llenar el tiempo. El entrañable Luis Carandell, además de creador de aquel genial Celtiberia show, era un experto en papiroflexia, de sus años de estancia en Japón. Es un ejercicio manual que puede contribuir a matar el tiempo. Salvo que se carezca de papel en casa. Y el papel, como la vida, no se adquiere en el supermercado.