El país entero está en situación de choque por el coronavirus. España ya acumula una semana prácticamente paralizada. Salvo tiendas de alimentación, farmacias, gasolineras y estancos, apenas quedan empresas en normal funcionamiento. Los polígonos industriales se han detenido en seco. Las grandes ciudades parecen fantasmales, con la inmensa mayoría de los ciudadanos recluidos en sus casas.
Nadie sabe cuánto puede durar esta brutal interrupción de la actividad. Los más optimistas calculan que serán dos semanas. Los menos, extienden el confinamiento hasta un mes o quizás más.
Semejante caos va a destruir decenas de millares de pequeños negocios y arrojará al infierno del paro a una mesnada incalculable de trabajadores. El número de quiebras va a alcanzar magnitudes siderales, nunca vistas hasta ahora. El parte de los índices de producción será catastrófico, como si la península entera hubiera sufrido algo parecido a una hecatombe nuclear.
El presidente Pedro Sánchez anunció un paquete de medidas económicas que suponen la movilización de 200.000 millones. El Gobierno pondrá casi 120.000. El resto dice que lo aportarán las compañías privadas. Esa ingente suma de dinero entraña la mayor contribución de fondos públicos de la historia reciente.
Huelga señalar que dicho dineral no está almacenado en las arcas estatales. Se cargará a las espaldas de los contribuyentes por todas las vías imaginables, pero sobre todo mediante la emisión de carretadas de deuda. Así, la gigantesca factura de la presente crisis se endosará a las generaciones venideras.
Las bolsas de valores, que suelen anticipar los acontecimientos, llevan un mes acusando terroríficos desplomes. A los abrumadores daños del cese industrial y comercial se añade la evaporación de cientos de miles de millones de los ahorradores, convertidos literalmente en humo.
Pedro Sánchez da la sensación de ir a remolque de los acontecimientos. Nunca debió autorizar la marcha feminista del domingo 8 de marzo, a la que acudieron 120.000 personas. Fue esta concentración el perfecto caldo de cultivo para propagar exponencialmente el virus por Madrid.
A esas alturas, Sánchez ya era conocedor del peligro que se cernía sobre el país. En vez de declarar el estado de alarma, permitió y alentó el desfile. Su propia esposa es una de las damnificadas, pues contrajo el virus.
Mención aparte merece la miserable actuación del Govern. Son tantas las muestras de desvergüenza que han prodigado Quim Torra y sus esbirros, que ya pocos se escandalizan. Dado el dantesco panorama que nos asola, se podía esperar algo más de esta colección de sectarios. Pero no.
Los grandes líderes lucen su verdadera medida en los momentos graves de la historia. Con el coronavirus, ha quedado retratada de cuerpo entero la catadura de los capitostes que mangonean la Generalitat.
Torra y sus acólitos se deshicieron en todo tipo de aspavientos y se rasgaron las vestiduras cuando el Gobierno asumió competencias que estaban transferidas a la Generalitat. Como si semejante decisión, forzada por la emergencia nacional, constituyera una especie de taimado ataque frontal a Cataluña.
Lo más molesto para estos fanáticos totalitarios es que quede meridianamente claro que la centrifugación de atribuciones a las autonomías no solo no es necesaria y benéfica, sino que resulta incluso perniciosa y letal. Porque en un estado de alarma, lo peor para el pueblo serían 17 reinos de taifas haciendo cada uno de su capa un sayo. Eso es cabalmente lo que Torra y compañía pretendían.
Desde que Madrid les arrebató la dirección de sanidad y de los mossos, el Govern se dedica a ensalzar en todas sus comparecencias lo bien que está gestionando la crisis y lo mal que lo hace Ejecutivo central.
Además, día tras día los “consellers” y su inmenso aparato mediático de propaganda difunden a discreción todo tipo de bulos contra el Gobierno. Ni siquiera en momentos aciagos como los presentes, esa banda de talibanes es capaz de dejar a un lado sus miserias ideológicas.
Otra que también ha mostrado su verdadero rostro es la fugitiva Clara Ponsatí, exconsejera de Enseñanza, alojada tan campante en el Reino Unido. El domingo publicó un tuit en el que se mofaba de los muertos de la capital: “De Madrid al cielo”, dijo la siniestra individua.
Otra ultra a sueldo, Elisenda Paluzie, chambelán de la muy subvencionada Assemblea Nacional Catalana, saltó de inmediato a la palestra y aplaudió con las orejas a Ponsatí. La ANC, Òmnium Cultural y los cientos de tinglados y panfletos mediáticos engrasados con abundantes fondos oficiales son algo bastante parecido a las sociedades de socorros mutuos.
En Cataluña no hay dinero para mascarillas, ni para salvar a nuestros padres y abuelos, pero esos antros consagrados en cuerpo y alma a la agitación, la injuria y el linchamiento del adversario, nunca dejan de recibir puntualmente las múltiples y millonarias mordidas de la Generalitat, las Diputaciones y los Ayuntamientos catalanes.
De toda administración se espera que, en tiempos de turbación, transmita liderazgo, firmeza y sobre todo sosiego. La estampa que vimos esta semana de la consejera catalana de Sanidad gimoteando por el confinamiento de su familia en Igualada no puede resultar más patética y definitoria de la aborrecible condición de bellaquería que los jerarcas locales exhiben sin pudor alguno.
Los más veteranos recuerdan la crisis petrolífera que asoló España en los años setenta. También la que se vivió en 1993, tras la juerga gigantesca de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Y la más reciente, el derrumbre de las cajas de ahorro y la crisis financiera que ocurrió a partir de 2008.
Todas ellas revistieron consecuencias fatídicas, pero se concentraban en unos determinados y concretos sectores o renglones de actividad. La presente depresión es tan monstruosa, que no se libra ningún ramo. La nación entera se adentra en terrenos ignotos, solo aptos para espíritus templados. Se nos vienen encima tiempos de turbulencia y zozobra.
Pero en medio de esta desolación, no quiero terminar sin una nota de esperanza. Según vaticinio unánime de los oráculos, la recuperación de la economía después del desastre será tan rápida y fulgurante como brusco y demoledor ha sido al derrumbe.