Si algo bueno tiene el confinamiento es que puedo ir todo el día en pijama y me sobra tiempo para todo. Por ejemplo, me ha dado por intentar volver a los fogones.
La verdad es que nunca me ha gustado mucho cocinar. Es una de las pocas actividades que consiguen estresarme. Cocino con prisas, pensando en acabar nada más empezar. Sin embargo –por mucho que opinen lo contrario todos mis amigos que han visto las fotos de mis tortillas a la francesa en Instagram –no soy tan mala chef. Una persona que disfruta comiendo bien es poco probable que cocine mal. Puede que le falte práctica o motivación, como es mi caso, pero antes de comerse un plato de espaguetis demasiado cocidos con salsa de tomate de bote se pondrá el delantal y se hará una tortilla o lo que haga falta (en mi caso, atracar a menudo la cocina de casa de mis padres). Es una cuestión de supervivencia.
Cuando me fui a vivir con mi primera pareja, por ejemplo, no me quedó más remedio que ponerme el delantal. Él era capaz de sobrevivir a base de bistecs a la plancha y salchichas de frankfurt, además de no tener ningún tipo de criterio gastronómico. Íbamos a un restaurante y todo le parecía siempre “buenísimo”.
Allí, en nuestro nidito de amor en Berlín, empezó mi periodo “cocinitas”: recuerdo haber hecho buenos risottos, algún fricandó y hasta un pato con peras que se deshacía en la boca. Cocinaba imaginando cómo lo haría mi padre, master chef por excelencia, a quien a veces llamaba para consultarle mis dudas: “Papá, la cebolla se sofríe lo último, ¿verdad?” o “¿Cuándo abro el horno para echarle vino blanco al pescado?” Lo había visto cocinar en casa tantas veces que era capaz de visualizar cada plato paso por paso, como si hubiera desarrollado una especie de memoria culinaria visual.
En mi familia somos de comer bien, tanto por parte de madre como de padre. En casa de mi abuelo materno, cualquier comida entre semana era un festival: albondigón, berenjenas con bechamel, tortillas rellenas, estofado de ternera y alcachofas… Su artífice era Encarna, la cocinera de toda la vida, que hace poco decidió regresar a su pueblo, en Castilla La Mancha, y la echo mucho de menos.
Quien de verdad tenía un paladar exigente era mi abuela paterna. Durante la época que viví en Berlín, iba a visitarla siempre que podía. Recuerdo que una tarde pasé por su casa antes de ir al aeropuerto y me preguntó si tenía comida para el viaje en avión. Le dije que no. Entonces llamó a la asistenta y le pidió que me preparara un llonguet con butifarra blanca. Y no con una buti cualquiera, no, sino con una que encargaba especialmente a su carnicero de La Bonanova, “un carnicero del Berguedà que tiene a todas las mujeres del barrio enamoradas”, me contó.
Después envolvió el llonguet en papel de plata y lo metió en una bolsa de plástico, junto a unas sobras de coca de Llavaneras del mediodía. Me hizo prometer que me lo comería todo y me regañó por estar tan flaca. “Con lo bien que se come en Alemania”, me soltó (así lo tengo anotado en mi diario), antes de volver a su programa favorito de la tele: ¿Quién quiere ser millonario?
Mi àvia tenía una memoria de elefante y respondía a todas las preguntas mucho antes que el concursante en cuestión, pero era incapaz de recordar la palabra alemana “sauerkraut”. Para ella la col fermentada seguía siendo “choucroute”, uno de los ingredientes principales de la “comida alemana” que organizaba un sábado al mes, en la que no faltaban salchichas de frankfurt, codillo y pepinillos. De postre, podía caer una tarta Selva Negra de su querida pastelería Airó, en la calle Mandri (cerró sus puertas 2009, después de 70 años de vida), y, por supuesto, helado de pastel de queso de Häagen-Dazs, su favorito.
En otra ocasión, l’àvia me convenció para que me llevara a Berlín dos confits de pato envasados al vacío y medio kilo de judías del ganxet. El pato se los comió mi novio un día que yo no estaba en casa, y a saber cómo los cocinó. Recuerdo que me enfadé, y que estuvimos un tiempo con la nevera dividida en dos secciones, la mía y la suya. En la suya había siempre embutidos alemanes baratos, como el leberkäse, una especie de pasta de carne que me daba bastante repelús.
También tenía latas de cerveza, un tarro de la mermelada de fresa más barata del super y mousses de chocolate de marca blanca. En mi sección, en cambio, te encontrabas fruta fresca, quesos franceses que me iba a comprar expresamente a las galerías Lafayette y yogures desnatados de ruibarbo, mi gran descubrimiento lácteo en Alemania. Y las judías del ganxet, claro. Estuvieron allí mucho tiempo, hasta que un día me lancé a cocinarlas, todas de golpe. Nunca se lo dije a l’àvia, pero creo que las acompañamos de bratwurst.
Mi debut culinario en esta primera semana de confinamiento no ha sido muy complicado. Me limité a preparar una simple crema de calabaza con cúrcuma* mientras pensaba en una amiga de Madrid, magnífica periodista, madre y cocinera (sus croquetas son de campeonato), cuyo padre lleva toda la semana ingresado en la UCI, luchando a vida o muerte contra el Covid-19. Mi amiga lo está pasando fatal, porque no puede ir a visitarlo y teme no poder despedirse de él. Le deseo lo mejor.
*Entre sus muchas propiedades, dicen que la cúrcuma es un excelente antiviral y bactericida. No perderemos nada abusando de ella.