Harían bien los representantes de la Generalitat que asistieron a la mesa de negociación con el Gobierno en acudir unidos a otras citas. Es triste reconocerlo, pero cuantas veces los catalanes hemos tenido la oportunidad de lograr un acuerdo beneficioso para nuestros intereses hemos solido desaprovecharla. Desde Caspe hasta nuestros días, las disputas partidistas han impedido a menudo alcanzar acuerdos que respondiesen a los auténticos anhelos de los ciudadanos. Y siempre por lo mismo: la desunión. “Antes se romperán ellos que España”, sentenció Aznar en su día, refiriéndose al independentismo. Y todo parece darle la razón. Solo hay que observar el cainismo que impregna la relación entre las principales fuerzas concernidas para constatarlo.

La quimera, el odio, y los espurios beneficios de unos cuantos, se sobreponen a cualquier actitud razonable. Se lamentaba la otra tarde el presidente vicario de que no le hubiesen consultado el día y la hora del inicio de las conversaciones, cuando quienes él se empecina en seguir representando no se encomendaron ni a Dios ni al diablo cuando intentaron imponer nada menos que la ruptura de la nación española. Desde un cinismo arrogante, se conoce que cualquier pretexto le parece bueno para zancadillear el diálogo.

El desahuciado inquilino de la plaza de Sant Jaume no se para en barras y prefiere morir saboteando la única posibilidad de que los ciudadanos vean razonablemente atendidas sus auténticas reclamaciones: fundamentalmente, una financiación justa y el reconocimiento de la identidad que informa el carácter nacional que ya apunta de manera expresa la Constitución. Eso es lo que todas las encuestas dicen que desea la mayoría de los catalanes; pero tanto a la mano que mece la cuna desde Waterloo como a su missi dominici, eso les trae al pairo.

A lo que aspiran es a seguir detentando desde la impunidad el control del tinglado que han construido, aunque sea a costa de precipitarnos a todos desde el peñascal por el que venimos transitando desde hace ya demasiado tiempo. La hora, el día, la necesidad de un relator, cualquier excusa es buena para arruinar, con la imprescindible ayuda de los bien cebados corifeos, la única expectativa plausible que se abre en el horizonte para acabar con el sinvivir al que el procés nos viene sometiendo.

Ya puestos, sería preferible que el activista metido a dirigente declinase la oferta y se negase a cualquier pacto; resultaría más franco, por lo menos. Pero el todavía president prefiere la prestidigitación: hacer ver que se abre a conversar, para que no sea dicho que abomina del acuerdo.

Es tal el hartazgo que genera esta situación y la inaplazable necesidad de poner fin de una vez a este conflicto forzado por el empecinamiento de una minoría que se arroga el derecho de hablar en nombre de todos, que la palabra del líder socialista deviene el único clavo, ardiente, al que poder asirse.

A pesar de la inquietud que suscita un gobierno que se sustenta en el apoyo de fuerzas ideológicamente escoradas a la izquierda cuando no declaradamente independentistas, el ejecutivo que preside Pedro Sánchez ha logrado, tal vez también en un alarde de ilusionismo, advertir luz al final del túnel, abrir un resquicio de esperanza, generar cierta expectativa.

La duda reside en si de verdad existe la voluntad de alumbrar una solución o, por lo menos, de conjurarse para encontrarla. De haberla, sería bueno que ésta implicase a la derecha con expectativa de gobierno, porque el compromiso susceptible de poner fin al conflicto territorial de España exige, como mínimo, ese concurso que facilitaría la incorporación al mismo del resto de los poderes del Estado.

La dificultad que ello entraña y la urgencia de una solución o de su búsqueda, hacen que resulte exigible un alarde de coraje por parte del Gobierno, un compromiso de no beligerancia desde la oposición, y una alta dosis de realismo en la representación catalana.

Es muy difícil, pero no imposible. En una negociación, todas las partes deben estar dispuestas a ceder; lo contrario sería la simple adhesión a una postura, un trágala. Aceptado por el Gobierno que se trata de un conflicto político, el análisis honesto de las circunstancias que nos han llevado a esta situación puede ser un buen comienzo; la discreción parece, también, indispensable; y resistirse a las presiones que se ejercerán de una y otra parte, poco o nada interesadas en el buen fin del diálogo, es obligatorio. La travesía va a ser larga y llena de escollos, pero conviene que todos lo tengan presente: es ahora o nunca.