Escribía Virginia Woolf en la primera mitad del siglo XX que las mujeres debemos tener Una habitación propia (1928) y Tres guineas (1931) para poder decir y decirnos, independientemente de los hombres. En definitiva, lo que apuntaba la pensadora británica es que las mujeres necesitamos recursos económicos propios para decidir libremente sobre nosotras y nuestras vidas.
Las reflexiones de Woolf siguen vigentes en la agenda feminista de 2020, como muestra la Agenda 2030 de Naciones Unidas. Lo que no nos anunció la escritora londinense, y también eludió Karl Marx en El Capital, es que, para conseguir esas tres guineas, la fuerza de trabajo que invertimos mujeres y hombres, contabilizada en horas, es cuantitativamente diferente en función del sexo, o lo que es lo mismo, que la plusvalía de la que se apropia el empresariado, es mayor en el caso de las trabajadoras que en el de los trabajadores.
Cada año, desde mediados de octubre hasta el 31 de diciembre, las mujeres trabajamos gratuitamente. Es decir, reproducimos en el espacio público lo que hacemos desde tiempos inmemoriales en la esfera privada: trabajar sin remuneración. No lo hacemos de manera altruista, sino por las diferentes discriminaciones de tipo estructural que sufrimos las mujeres por el hecho de ser mujeres, en un sistema patriarcal y capitalista como el actual.
El informe Brecha salarial y techo de cristal de Gestha situaba en 2017 la brecha salarial en el 29,3%, es decir, 4.849 euros de diferencia a favor de los hombres por realizar trabajos de igual valor que las mujeres. Una brecha que asciende al 34,4% en el caso de los sueldos más bajos. Según este informe, a este ritmo, las españolas no conseguiremos la igualdad salarial con los varones hasta el 2107. Y lo escribo así, en futuro y en tercera persona del plural porque, según este estudio, nuestras madres, nosotras, nuestras hijas y las hijas de nuestras hijas seguiremos siendo explotadas de manera injusta y discriminatoria.
Para mayor inri, esta brecha salarial se intensifica cuando las mujeres estamos en edad reproductiva. Es decir, cuando incrementamos nuestras cargas de trabajo reproductivo en el espacio privado (4 horas 40 minutos diarias de las mujeres frente a las 2 horas 10 minutos de los hombres, según la Organización Internacional del Trabajo). Ese es el momento en el que se incrementan las excedencias, las reducciones de jornada, los contratos a tiempo parcial e incluso la renuncia al trabajo remunerado por no disponer de servicios públicos adecuados para cubrir las necesidades de las personas dependientes del entorno familiar (menores, mayores o personas con discapacidad). Estas decisiones afectarán a la vejez de las mujeres, como muestra el hecho de que la brecha de las pensiones supere el 35%, y que los estudios afirmen que el rostro de la pobreza en nuestro país es el de una mujer mayor.
Por ellas, por nosotras, por las que vendrán, ha llegado el momento de corregir esta injusticia patriarcal. Para ello, debemos impulsar legislación específica, como la ley de igualdad salarial, que corrija esta discriminación económica, al mismo tiempo que incrementamos el control sobre las empresas, mediante planes de igualdad y auditorías, para evitar que se continúen reproduciendo los mecanismos machistas mediante los cuales se perpetua la brecha salarial. Debemos también promover acciones positivas para corregir la segregación horizontal y vertical, modificando el sistema de géneros imperante y apostando por un nuevo contrato social que no aliene a mujeres y hombres, como si fuesen productos inertes del modelo fordista, segregándolos por espacios y trabajos en función de su género.
Pero para conseguir la igualdad real y efectiva entre mujeres y hombres debemos alterar también las normas establecidas en el espacio privado. Es indispensable y urgente avanzar en el derecho a la conciliación, promoviendo modelos de masculinidad, que participen de manera corresponsable en el trabajo de los cuidados. Para conseguirlo, son necesarias medidas como la equiparación de los permisos por nacimiento, y la implementación de políticas públicas que promuevan un mayor equilibrio entre los tiempos personales, laborales y familiares.
En definitiva, el sueño de Virginia Woolf, que es el sueño de todas nosotras y de muchos de vosotros, sólo será viable cuando la transformación de los roles de género, y la equiparación de los tiempos y espacios de trabajo en la esfera pública, pero también en la privada, sean una realidad. Hagámoslo posible.