Aunque ignoro el origen de la expresión “hacer un negocio como Roberto, el de las cabras”, me gusta mucho por el cutrerío que implica cualquier iniciativa que pueda definirse así. Los españoles nos pasamos la vida llevando a cabo ese tipo de negocios; el ejemplo más reciente, aunque ya languidezca, es el del prusés catalán, esa muestra de insania colectiva en una comunidad que vivía razonablemente bien hasta que sus gobernantes les convencieron de que, pese a disponer de casa en la ciudad, segunda residencia y dos coches de alta gama, vivían oprimidos por los perversos ñordos de allende el Ebro. Se suponía que los catalanes éramos gente sensata, pero ya se ha visto que, de vez en cuando, nos metemos el seny por donde amargan los pepinos y montamos unos cirios del quince que no van a ninguna parte y que, además, ocultan un feo trasfondo supremacista.
Mal de muchos --o de algunos--, consuelo de tontos. Los ingleses la acaban de hacer mucho más gorda que nosotros, aunque obedeciendo al mismo impulso supremacista: como somos mejores y más guapos que los franceses y los alemanes, nos vamos de la Unión Europea y salga el sol por Southampton. Procesistas y brexiters se han pegado un tiro en el pie que van (vamos) a pagar caro, recurriendo ambos al mismo sistema: crear un problema donde no lo había. ¡Cuán cierta es esa expresión que afirma que un político es un señor que encuentra un problema para cada solución!
Uno ve por la tele a los cenutrios londinenses que se alegran por haberse librado de los malvados burócratas de Bruselas y le recuerdan poderosamente una imagen vista el día de la independencia de Cataluña: comiendo en una terraza, vi pasar a una chica sonriente que, pegada al móvil, le decía a alguien: “Ya somos libres”. Hay que ver lo que dieron de sí ocho segundos de independencia.
Si algo une especialmente a procesistas y brexiters --aparte de creerse mejores que sus vecinos-- es la inconsciencia y la irresponsabilidad de sus iniciativas. Y su pequeñez conceptual. Su amor nostálgico por las estructuras tribales. A cualquiera se le ocurre que, en el panorama político actual, con tres súper potencias desmadradas --Estados Unidos, China y Rusia--, la lógica más elemental lleva a la unidad entre los países europeos y entre las diferentes comunidades de cada nación. A cualquiera menos a Quim Torra y a Boris Johnson. El primero se inventa un pasado que justifique el asco que le producen las bestias de aspecto humano que pueblan España; el segundo está convencido de que la reina Victoria goza de buena salud, de que el imperio nunca se disolvió y de que, si pintan bastos, el amigo americano le echará una manita. Que esa pareja de merluzos malintencionados y delirantes hayan llegado a presidir sus respectivas comunidades solo se explica por el engaño permanente que practican, por sacar de sus compatriotas lo peor de sí mismos y por transmitir una idea equivocada de la situación en que se encuentran su país o su paisito.
Que disfruten del hecho incomprensible de gozar de libertad, ya que han hecho méritos suficientes para acabar ante el Tribunal Internacional de La Haya. Se han esmerado en partir por la mitad sus respectivas comunidades y, encima, ponen cara de merecer una medalla. El prusés acabará con una Generalitat disminuida y bajo vigilancia permanente, y el Brexit es capaz de conseguir que el territorio británico mengüe notablemente cuando Escocia prefiera volver a Europa y el Eire llegue a la conclusión de que se impone la reunificación de toda Irlanda para acogerse al paraguas europeo. En unos pocos años, Johnson y sus homólogos catalanes acabarán siendo vistos como lo que son: unos políticos insensatos y supremacistas, una pandilla de idiotas.