Una guerra o un terremoto, por citar dos desastres mayores, tienen un “después” de reconstrucción que se alza sobre las ruinas como un pico de moral y de voluntad para superar la desgracia y empezar de nuevo. No hemos padecido ni guerra ni terremoto, pero la fractura emocional y social de Cataluña y los daños en el conjunto de España causados por los secesionistas tienen entidad suficiente para necesitar una reconstrucción.
La primera víctima de los despropósitos del procés hemos sido los propios catalanes, y especialmente los catalanes no causantes de la fractura, que se han visto y sentido marginados y despreciados. Y no obstante, éstos se apuntarían los primeros a la reconstrucción. De un lado y del otro, la rechazarán los que viven políticamente del cuento y del conflicto.
La fractura es honda y los daños, severos, ambos solo los niegan los causantes. Se comprende que lo nieguen, el reconocimiento honesto del mucho mal causado conllevaría un penoso sentimiento de culpa, que desde su pretendida superioridad moral no están dispuestos a admitir. Por eso y porque se necesita tiempo (y medidas) para que empiecen a cicatrizar las heridas, hoy abiertas --en los dos lados resuena con fuerza el vengativo “ni perdón, ni olvido”--, es mejor hablar de reconstrucción que de reconciliación. A ésta podríamos aspirar más tarde, a partir de una reconstrucción razonablemente lograda.
La reconstrucción en realizaciones históricas empezó por ser fundamentalmente material. Esa materialidad en nuestro caso se podría concretar, por ejemplo, en la creación de condiciones que permitan el regreso de sedes sociales de empresas que abandonaron Cataluña, lo que escenificaría una vuelta a la normalidad, y en pactos políticos multilaterales que permitieran atenuar o eliminar algunas de las carencias graves que tanto sufrimiento provocan: listas de espera hospitalarias, dependencia… (corresponde a los políticos establecer la lista).
Otro esfuerzo por parte de todos, que coadyuvaría a la reconstrucción --siendo ya en sí misma una--, es rebajar la tensión retórica y tender a la recuperación del rigor en el lenguaje. En este punto, los causantes de la fractura deberían mostrarse especialmente bien dispuestos: sus palabras altisonantes, insidiosas o directamente ofensivas, aunque sean hueras e infundadas, resultan demoledoras de la convivencia, provocan un desgarro continuo.
Para sentar las bases de la reconstrucción servirían gestos elementales. Se podría aceptar que los causantes (de buena fe) obraron impulsados por una sincera preocupación por el futuro de la identidad de Cataluña ante el fenómeno abrasivo de la globalización, y ellos aceptar que se puede proteger lo que representa Cataluña de otra manera y por otros medios.
Ante lo que estaba ocurriendo en Cataluña hubo ignorancia o indiferencia y torpeza política desde muchos ámbitos. Hubo también una reacción desabrida; no del Estado, que cumplió con su obligación de hacer respetar la Constitución, sino por parte de ciertos partidos, personajes y medios de comunicación. Se pasó de un almibarado elogio de Cataluña a jalear el indiscriminado “a por ellos”. Las distintas formas reactivas de catalanofobia han cebado el procés.
Seamos conscientes que si ni siquiera un intento de reconstrucción fuera posible, la fractura se ahondará aún más y todos seremos responsables y, a la vez, perdedores. En la reconstrucción no hay equidistancia de nadie, sino una necesidad de todos.