Les hablaba en mi última columna, en clara alusión al risible y esperpéntico vodevil histórico nacional, de España como paradigma de la "nación de neciones". Creo que todos lo tenemos bastante claro. España es una nación. Y está llena --abarrotada, como las plazas en Cataluña-- de necios. Los tenemos a patadas, para dar, vender y exportar. Necios que se entregan cada noche a oníricos sueños humectantes --y en ese punto lanzaba yo el dardo a Miquel Iceta, el derviche giróvago-- en los que las naciones, como las células, se dividen y multiplican hasta el infinito y más allá, en progresión geométrica, como en la leyenda de los granos de trigo que Lahur, el sabio que inventó el ajedrez, exigió en pago a Shirham, el monarca hindú que le encargó el juego. Un día uno se despierta y contabiliza ocho naciones, pero al día siguiente son 16, y al otro, 32. Una barbaridad, vaya.
Por descontado que en los sueños de Iceta no hay sincera inquietud intelectual o histórica alguna, no fastidiemos ni le pidamos peras al olmo, sino puro interés político y nutricional. No obstante, sí que debe ser cierto que en España, nación de neciones por antonomasia, vivimos demasiado bien, nadando en la abundancia, sin problemas acuciantes, sin paro estructural, sin miedo a crisis económicas futuras, sin corrupción, sin tensiones migratorias y, sobre todo, sin crisis de Gobierno y vacío de poder. Aquí todo es perfecto hasta decir basta. Y claro, cuando en un país todos viven tan bien, como el tío Gilito en su piscina de dólares, sobreviene la abulia, el hastío, el desencanto y la decadencia. Es entonces cuando los ricos y pudientes se entregan en cuerpo y alma, a fin de matar el tedio, a poner patas arriba el ordenamiento territorial de la nación, aduciendo --y aquí parafrasearé el título del libro del periodista gerundense Albert Soler-- que "Estábamos cansados de vivir tan bien".
Me extrañaría sobremanera que cualquier persona culta y analítica negara que, tras la infección nacionalista que nos aflige --y me ciño al virus catalán y al vasco como botón de muestra--, no subyace y se oculta la desmesurada y pestilente ambición de una casta burguesa de ultraderecha radical. Basta de mentiras. Nada hay de transversal, en términos sociales o de reivindicación de clase, en esas acometidas; esto nunca se ha procesado de abajo a arriba. Lo podrán vender como el “legítimo anhelo de todo un pueblo”, falso; como “el clamor de libertad de una sociedad reprimida”, falso; o como “la revolución de las sonrisas”, más falso todavía. Lo podrán vestir de seda y relectura (torticera) de la historia; lo intentarán disfrazar de prosecución de un camino cuya meta última es el bien común y la justicia social, pero todo, absolutamente todo, es una gran patraña. Detrás de ese telón embadurnado de amarillo biliar, tras esa burda falacia, subyace el desmedido afán por el poder, el dinero y el control territorial de un hatajo de sátrapas corruptos, indecentes y sinvergüenzas.
Lo peor del asunto es que esa infección no medicada, mal contenida, suele acabar en septicemia y en amputación. El nacionalismo no solo es supremacista e hispanofóbico, también es jingoísta, imperialista, sumamente expansionista, como lo fue en su día el nazismo. Ahí está, para muestra, esa reivindicación obsesiva y constante sobre los denominados "Países Catalanes" o sobre la "Gran Euskal Herria". Y no olvidemos Galicia, Andalucía y ahora León, que pretende desgajarse de Castilla y convertirse en comunidad autónoma española, abriendo quizá camino a una Tabarnia independiente de Cataluña.
La discusión sobre el ordenamiento territorial de España camina, indefectiblemente, de la mano del revisionismo histórico propugnado por una izquierda anacrónica y desnortada, que se quedó sin discurso a medida en que caían muros y la globalidad abrazaba a las sociedades democráticas y modernas; una izquierda, ajena a la autocrítica, que dando la espalda a la dignidad de antaño, que la tuvo, optó por asegurarse cargos y condumio colgando un farolillo rojo en la ventana y convirtiéndose en el lupanar de exterroristas de paz, marxistas amamantados por narcoestados y sediciosos supremacistas. Saben perfectamente lo que ha venido después… ¡Es la guerra, más madera: derribemos monumentos, abramos fosas, revisemos cunetas, exhumemos a Paquito; la Constitución es discutida y discutible; welcome refugees, estado laico pero Allahu Akbar y feliz Ramadán; feminízate porque el violador eres tú y viva la sexualidad interseccional no binaria y el nuevo pene de la Bernarda; pero sobre todo, viva el referéndum, el derecho a decidir y la madre que nos parió a todos!
En resumen: a falta de ideas y capacidad para resolver los problemas reales del presente, que son muchos, la izquierda populista y demagoga crea tantos como puede y más, incluso allí donde no los hay, removiendo, de ser preciso, las tumbas y la historia. Y si hay que reconocer que Bollullos del Condado es una nación milenaria, se reconoce y no pasa nada. Que no reconocer pudiendo reconocer, es tontería.
Nadie fue tan claro como Felipe González en lo referido al peligro que supone abrir la caja de Pandora del ordenamiento territorial y el revisionismo histórico. En una memorable entrevista publicada cuando el tema empezaba a caldear el ambiente, soltó dos perlas que no tienen desperdicio. Las transcribo de memoria, porque las leí cien veces: "Lo que más me jode es que aquí el único nacionalismo no homologable, no legítimo, sea el español". Y como guinda a tanto disparate señalaba la única forma de superar el problema del revisionismo: "¿Hasta qué punto, hasta qué momento concreto de la historia, debemos retrotraernos, retroceder, a fin de validarla, legitimarla y dar por buena nuestra historia común?".
¿Buena pregunta, verdad? Diría que es insuperable, pero nadie es capaz de plantearla y ponerla sobre el tapete, y mucho menos contestarla, porque hemos llegado a ese punto de desafección generalizada que ha permitido la implosión controlada de nuestra alma colectiva: ¿Don Pelayo, las Navas de Tolosa, la Corona de Aragón, los Reyes Católicos, la Reconquista, la Hispanidad, el Nuevo Mundo, Felipe II, Lepanto? ¡A la mierda con todo, viva el cantonalismo, y si mucho me apuras, el campanilismo!
Esas declaraciones de González, recordadas ahora, años después, en unos momentos como los actuales, cuando la izquierda juega a malabares con botellas de nitroglicerina, son un bofetón mayúsculo a la irracionalidad y degradación de la política actual. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar Pedro Sánchez con tal de aferrarse al poder?, ¿a pactar con el diablo, a dinamitar décadas de prosperidad y magnífica convivencia, a ponerlo todo patas arriba?, ¿cómo es posible que los socialistas manifiesten abiertamente sentirse más cómodos negociando con ERC que buscando un gran pacto de Estado con el PP y Ciudadanos?, ¿qué precio vamos a pagar, en qué callejón sin salida nos van a meter?, ¿referéndums consultivos no vinculantes, propuestas de modificación de la Constitución, Españas federales asimétricas o a tomar por el zacutín, Manolín?
Viajamos rumbo a lo desconocido. El pan de hoy será el hambre de mañana. No se pueden forzar las costuras del Estado de derecho, del ordenamiento jurídico, de la Constitución, de la convivencia y de la paz social. Los referéndums los carga el diablo. La ambición del nacionalismo no tiene límites, no hay prerrogativa o transferencia por transferir que pueda saciarle, porque lo volverán a hacer. Lo tienen muy claro, lo juran y lo perjuran, lo sabemos, nos callamos. Así nos va. Piénsenlo: solo hacen falta unos años más para que ciertas cosas sean irreversibles. A nadie que quiera a este país sinceramente puede llegarle la camisa al cuello ante la sublime zafiedad e indignidad con que permitimos que sea tratado día tras día por algunos políticos.
Feliz año a todos, incluso para los psicópatas que nos gobiernan.