Habla Rafael Ribó y todo el mundo a rasgarse las vestiduras. La sanidad pública catalana no funciona por el abuso que hacen de ella los españoles, afirmó con toda rotundidad, y se lanzaron sobre él para llamarle supremacista, como poco. Ya pudo haber reflexionado sobre lo divino y lo humano, en el templo de la verdad que es TV3, que no le sirvió de nada ante la opinión pública española (sic).
El que tuvo, retuvo. No hay nada peor que la envidia retroactiva. Los viejos del lugar recordarán al tantas veces admirado Ribó en aquellos años de la Transición. Recién llegado de los USA, lucía el palmito entre una gauche divine que perdonaba la vida a los garrulos del cinturón rojo. Aquel joven hablaba inglés como nadie y, por si fuera poco, muy pronto se le iban a atribuir victorias amorosas de voz envidiable.
El primer líder del poble català, en el sentido más popular y descamisado, fue Ribó. Como Moisés hizo con el pueblo judío, el actual Síndic abrió las aguas del Besòs y del Llobregat y condujo a ingentes masas enrojecidas hasta el sueño de la nación invencible. Literalmente hasta el sueño, porque en la práctica los escaños fueron durante décadas patrimonio exclusivo de unas cuantas familias con ochos apellidos en catalán. Una anormalidad democrática o un apartheid implícito en los años dorados del oasis pujoliano.
Ribó fue, en todos los sentidos, el ejecutor del PSUC. Primero lo metamorfoseó en un partido nacionalista, para más tarde fundirlo en la fragua de Vulcano en un magma cuatribarrado con unos toques de salsa verde. El resultado de aquel batiburrillo fue exitoso. Aquel abrevadero con nombre empresarial, tan ricamente explotado por niños de papá que jugaron a ser progres, fue una inolvidable Iniciativa que tuvo el honor de independizarse --antes que nadie-- de los españolazos del PCE y de IU. La reconversión de esa izquierda en una corriente del Glorioso Movimiento Nacional Catalán fue todo un éxito, y a aquel encantador burgués se lo debemos.
Ribó tiene razón, aunque el ínclito Antonio Baños le haya negado públicamente su condición de nacionalista. El noi dels jesuïtes de Sarrià tiene más claro que el citado cupero quién es esencialmente catalán y quién no. La era pujoliana, en la que se decía que catalán era el que vivía y trabajaba en Cataluña, ya terminó. Aquellos fueron tiempos de disimulo y convalidación. Si en su momento, algunos de los llegados de fuera --o sus hijos o sus nietos-- no hicieron efectivo el cambio ideológico y, por tanto, no formalizaron la conversión, deben saber que ya no poseen condición alguna de catalanidad, ni siquiera la transitoria, según se deduce de los comentarios sanitarios del Síndic de Greuges.
Como mínimo más de la mitad de la población catalana se considera española, luego es más que comprensible que usen indebidamente --según Ribó-- la sanidad, que es catalana antes que pública. Se entiende que la sanidad está financiada en proporción a la catalanidad de sus habitantes, de ahí las listas de espera o las masificadas urgencias. Ese tipo de gestión y de opinión al estilo Ribó debe ser el fundamento de la anormalidad democrática española, esa que tan bien diagnostica Marta Vilalta en el ojo ajeno.
Dice José Antonio Marina que el fanatismo es una derrota de la inteligencia, y para evitar este fracaso es imprescindible una profilaxis de urgente necesidad. Ribó tiene razón: es en el insuficiente servicio sanitario donde radica el origen de todos los males del nacionalismo. Con una vacuna contra la tontería quizás se empiece a encontrar la solución al “conflicto político” y al descaro extractivo de tanto vividor.