Me dice un buen amigo que la obsesión por la alimentación se ha convertido en una especie de religión. Al menos para los que tenemos hoy entre 30 y 50 años y crecimos comiendo Phoskitos y Bollycaos para merendar. Mi amigo en particular, un reconocido publicista que este año cumplió 49, bromea a menudo que su madre lo alimentó a base de Panteras Rosa y galletas María, y que por eso es bajito. Si no, se hubiera dedicado al básquet, no lo duda.
Ahora mi amigo es de esos hombres que se cuidan un montón (sale a correr, va en bici, juega a padel, bebe poco, zzz...) y que cuando ve una pieza de bollería industrial pone cara de asco, como si fuera veneno puro, aunque en el fondo se muere de ganas de darle un mordisco. “Uf”, se limitó a comentar el día que colgué en Instagram la foto de un Donuts Panettone, el último invento de la conocida marca de bollería española, hoy propiedad del grupo mexicano Bimbo.
Quedamos para un café y le reté a probarlo conmigo, pero su reacción fue un “no” rotundo, acompañado de un rollo (calcado al que le suelta su nuevo gurú, el dueño de la tienda vegana de su barrio), sobre la necesidad de evitar el aceite de palma, dejar el gluten y hacerse vegano. Y, sobre todo, dejar el pollo, “porque está tan hormonado que si comes demasiado te salen tetas”, me dijo, procurando parecer serio. A mí me da la impresión de que no se cree ni la mitad de las cosas que me dice (los pollos hormonados son un problema en EEUU pero no en la UE, donde existe una legislación muy estricta con los productos modificados genéticamente), pero yo le dejo hablar, porque hay que ser comprensivo con alguien que se acerca a la crisis de los 50 (o de los 40, o de los 30… ). Lo más inteligente hoy en día es echarle la culpa de cualquier conducta absurda a alguna crisis existencial: el Dios de la Primera Comunión ya no nos vale, pero hay que seguir creyendo en algo, aunque sea que el gluten es el demonio panificado.
Yo misma soy víctima de esta nueva religión. En los últimos años he reducido enormemente mi consumo de carne (especialmente de carne roja, porque “se me hace bola” y creo que las granjas de vacas tamaño industrial no hacen ningún bien para el medioambiente ni para nuestra salud), aunque sé que nunca seré del todo vegetariana porque me gusta demasiado la sobrasada. También he dejado de comer bollería industrial de forma desenfrenada. La culpa la tuvo un análisis de sangre realizado poco antes de cumplir los 36 que desvelaba un nivel de colesterol del malo demasiado alto para mi edad. Sin seguir ningún tipo de criterio científico, le eché la culpa a las galletas Príncipe y los tazones de cereales que me zampaba para desayunar. Quizás iba siendo hora de desayunar como un adulto, pensé, aunque no por ello iba a dejar de probar las últimas “marranadas” dulces del mercado. Aquellas que conectan con el niño/a gordy que hay en ti y que te hacen feliz.
En diciembre de 2017, por ejemplo, descubrí los donuts Pantera Rosa, que la marca había lanzado unos meses antes. “No te vas a comer eso, qué miedo”, me soltó el chico con quien tonteaba entonces, al ver el donut rosa en mis manos. Era un reportero de 42 años, que había viajado por todo el mundo cubriendo conflictos y desastres naturales. Lo observaba contemplar horrorizado el donut y a la vez lo imaginaba protegido con el casco y chaleco antibalas en medio de alguna revuelta en Oriente Medio. Y no pude resistirme: “Miedica”, le solté. (Obviamente, no me lo ligué).
No soy la única que come donuts rosas. Según datos oficiales del Informe de Consumo Alimentario de 2018 citados por Efe, cada español come unos nueve kilos de productos de bollería y pastelería al año --sumado el consumo en casa y en restauración--, siendo Baleares y Madrid las comunidades autónomas que lideran el consumo por persona. El informe no precisa si son productos de producción industrial, pero señala que la mayor parte de este consumo per cápita se realiza en productos envasados; y que la mitad de los encuestados los compra en supermercados y tiendas de autoservicio.
“Los españoles que siguen comiendo donuts prefieren hacerlo con marca blanca y los restaurantes y comercios cada vez se decantan más por proveedores diferentes a la marca original”, revela un artículo publicado en septiembre en El Español. Según este medio, una de las compañías de bollería que más factura en España es el Grupo Siro, proveedor de Mercadona desde 2004.
De los donuts de marca blanca no puedo hacer ningún comentario, porque no los he probado. Y eso que cerca de mi casa tengo uno de esos supermercados de marca blanca que se han expandido por los polígonos de toda España. No me gusta ir, por dos razones: porque en ese mismo lugar se alzaba antes la mítica discoteca 759, cuna de mi adolescencia, y me pongo nostálgica. Y porque venden guacamole aromatizado con ajo. Aggrrr. El guacamole no lleva ajo.