Quizás sea este el momento. Ya sería hora de que, ante la realidad política y social tan delicada que vive nuestro país, con una posible investidura de Pedro Sánchez que pende de demasiados hilos; una extrema derecha que, ya sin careta ni maquillaje, niega obviedades como la violencia de género y se aleja, peligrosamente, de los consensos democráticos acerca de este tema; y unos líderes independentistas maniatados por sus propias cadenas de falsedades y quimeras, --que promulgaron, y que ahora sus electores les exigen sin concesiones--, se diesen las inevitables circunstancias para hacer la catarsis necesaria y poder corregir algunos de los errores garrafales de esta España democrática: la desmemoria.
Viendo ETA. El final del silencio --el documental de Movistar en el que, con maestría y contención, se hace un ejercicio situacional de la realidad de la banda terrorista--, acabas concluyendo que son demasiados los ciudadanos que desconocen su pasado y que, por lo tanto, algo hemos hecho mal. Muy mal.
El consenso del 78, consistente en superar etapas para encontrar el equilibrio de la convivencia, no justifica esta desidia de las instituciones en poner en valor y contar las lacras propias que cualquier sociedad democrática debe censurar. Por miedo, dejadez, comodidad y un celo de precaución excesivo que se nos ha girado en contra, hemos dejado de hacer la pedagogía imprescindible sobre nuestra historia más inmediata. Y ese abandono nos pasará, nos está pasando ya, una factura que --esperemos que no sea tarde-- quizás no podamos pagar.
En concreto, y por lo que atañe a ETA, hemos hecho mal no hablando, enseñando y explicando en colegios y universidades lo que sucedió con la banda terrorista durante el franquismo y la democracia. Hemos hecho mal no participando en debates, no provocando la discusión, no enseñando la envergadura del error que puede suponer silenciar para dar por solucionado un conflicto que ha devastado a miles de familias. Y sobretodo hemos hecho mal al considerar que la paz fue fácil, que la democracia ya se había instalado, y que, por tanto, era infalible. Hicimos mal al entender que la democracia lo podía aguantar todo. Y que dar por bueno el olvido a lo sucedido, para no reavivar heridas, podía ser un instrumento adecuado de supervivencia de este país.
No, señores, no. No podemos olvidar lo que pasó, no podemos minimizar los efectos devastadores que supuso el terrorismo en este país. No podemos olvidar el chantaje que, ya en democracia, han supuesto las reivindicaciones de terroristas en pro de una libertad e independencia que se quería imponer a todo un pueblo usando la violencia.
Durante años me sentí autorizada a hablar del tema porque parte de mi familia vive en Navarra y Euskadi, y mi prima carnal llevó escolta durante los ocho años que tuvo responsabilidades políticas en el Parlamento de Navarra. Me parecía que esta realidad familiar me otorgaba un privilegiado conocimiento.
Mentira. Ahora sé que no tengo ni idea, y que soy afortunada en mi ignorancia de lo que realmente fue aquel drama ciudadano, y la ignominia diaria vivida en Euskadi durante todos esos años.
Lo que vivió la sociedad vasca cuando, instaurada ya la democracia, ETA seguía matando, fue un HORROR con mayúsculas, que solo los que lo sufrieron in situ pueden saberlo. Los execrables crímenes de la banda terrorista aniquilaron emocionalmente a varias generaciones. La fractura de lo que el terrorismo de ETA representó es una deuda pendiente demasiado cercana que nos debería servir de lección a todos. La banda terrorista ETA, en plena democracia, provocó una total amputación afectiva mediante la extorsión, la intimidación, el terror y la represalia en un país, un territorio y un paisaje que no era solo suyo. Pretendieron apropiarse de una identidad y una tierra asesinando a aquellos que no claudicaban a sus exigencias.
Mi hijo y mi hija tenían tres y un año respectivamente cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco. Ayer, cuando les pedí que vieran el capítulo de la serie de Movistar en la que hablaban del concejal del PP asesinado después de un chantaje con fecha límite, lloraron. Lloraron y, atónitos ante esa cruel realidad de su pasado más inmediato, me miraron exigiéndome explicaciones de su castración informativa y de su ignorancia.
Hagamos entre todos el ejercicio de memoria necesario para no hacer buenos los versos que el poeta Jaime Gil de Biedma escribió en 1962: “De todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España, porque termina mal…"