La diferencia de votos que JxCat le recortó a ERC el pasado 10N definen una tendencia doble: más presión sobre Moncloa y estrategia a medio plazo con las autonómicas catalanas en primavera. Antes y después de los comicios, Puigdemont y Torra se sienten en su salsa, pero ERC sufre un ataque de miedo escénico. Contrastado. Torra radicaliza, polariza y le da argumentos a Vox, pero nada le importa menos. Ahora que se acerca el pacto de investidura de Sánchez, los dos partidos soberanistas eligen: ERC, el pacto de Pedralbes o la cita bilateral Gobierno-Govern, con escasísima rentabilidad pero de indudable teatralidad; y por su parte, JxCat toma como referencia la declaración de la Llotja, con Torra y Borràs pegados a Bildu y BNG, sin contar con el PNV ni con los valencianos de Compromís. La primera, un ejemplo de sintaxis política; la segunda, la morfología adaptada a la árida sequedad del monte bajo, cuando no llueve. ERC quiere conducirnos a un espacio virtual en el que no entran en juego los desacatos constitucionales ni sus consecuencias penales; JxCat reclama de nosotros la atención sobre el arquero que tensa su arma en medio de la multitud para pasar desapercibido.
Son la mano tendida y su contrapuesto, la piedra y el cóctel. Son el homo-república y el homo-masa. Preparan, cada uno a su manera, el ongi etorri o bienvenida vasca, en Moncloa, donde esperan ofrecer su apoyo a la gobernabilidad socialista con independencia de cuales sean las consecuencias de su innegable talento para mentir. No hace tanto de que simpatizantes de la izquierda abertzale recibieron una noche del pasado mes de julio en las calles de Vitoria a un preso puesto en libertad a la espera de que se celebre el juicio contra él por su presunta relación con un zulo en Álava, que contenía material pirotécnico para la fabricación de explosivos caseros. Es solo un ejemplo, el más benigno, pero también enormemente significativo por lo que tuvo de festivo y de simbólico en el magro margen en el que se confunden el guiñol y la calavera.
A la sombra de Sánchez los soberanistas vivirán al día, lejos de los principios y pegados a la conveniencia que relativiza leyes anticuadas, como la del honor, pero muy útiles para escoger amistades. Allí coincidirán con el líder de Bildu, Arnaldo Otegi, ese esquivo y montaraz requeté, de artificial desaliño, que al decir de sus defensores debemos tomar como un aspirante al Nobel de la Paz. La Fronda nacionalista presume de restaurar la política cuando solo rehabilita la retórica como elemento legítimo frente a lo que sus partidarios consideran derivas autoritarias del Estado. Ejemplo: “la autoridad del muy honorable Quim Torra no puede ser discutida por la Junta Electoral Central”, dijo Boye, el abogado del president, un hombre de origen chileno, marcado a fuego por el genocidio de Augusto Pinochet. Este letrista de elegantes retruécanos jurisprudenciales lo dijo muy claro “a Torra no le pude juzgar la JEC”.
Estamos al cabo de la calle. Tampoco a Junqueras se le podía juzgar con la Constitución y el Estatut en la mano, porque el independentismo solo obedece a las dos leyes de desconexión aprobadas vergonzantemente en el Parlament. La de Puigdemont y Junqueras es una especie de reforma galicana que quiere hacer de Cataluña un ejemplo de modernidad cristiana basada en los valores vernáculos y el presbiterianismo. Los filósofos vienen estudiando el lenguaje desde el origen de los tiempos. Les molesta la inexactitud, ¿y qué puede haber más inexacto que una actividad como la política, marcada por las nubes envolventes de las ideologías? Pero el nacionalismo ha estado aparentemente a salvo; es un populismo que basa sus categorías en la identidad. Desconfía del debate y se refugia bajo el sello genético. Su éxito radica en que su fórmula mágica crea dogmáticos y enemigos casi irreconciliables. El nacionalismo vive en barbecho; necesita un cultivo, como han dispuesto en Cataluña tantos años de pujolismo, de encuadramiento pedagógico y tendente al monolingüismo.
Pero una vez inmerso, como está empezando a ocurrir ahora, en la rehabilitación de la retórica, el nacionalismo no es más que una de las ideologías en liza; pierde su autoridad moral y pasa a ser discutida como el resto. La caída de su consenso desvelada por el último CEO nos la muestra como un movimiento sin rango de verdad; pronto acudirá al ágora abierta de los perjuicios la duda, la certeza o el miedo. Su genio volverá a la lámpara; dejará de tener respuestas para todo; entrará en el combate de fondo donde todos buscan su mejor argumento. Muy pronto habrá perdido su objetivismo de la verdad y se verá obligado a participar en el combate de la persuasión. Su pretencioso linaje se someterá bajo el peso de la meritocracia.
Sánchez abraza hoy a Podemos como causa propia y como fórmula defensiva ante su pírrico triunfo. Se enroca con el apoyo de ERC y la izquierda abertzale; pasa por alto el rodillo parlamentario de la Cámara catalana de los días 6 y 7 de septiembre de 2017, y también soslaya la Declaración Unilateral de Independencia. Debe escuchar a la gente que alienta movilizaciones radicales, bloquea vías férreas y aeropuertos y que muy pronto será recibida en la sede del Gobierno. Habrá que poner al mal tiempo buena cara ante la Declaración de la Llotja, el edificio hoy atormentado por los soviets del catalanismo sin empresa, que han acabado entregando la sede de la Antigua Junta de Comercio a los incultos menestrales de la ANC.
Me pregunto si sonarán fanfarrias el día en que el presidente del Parlament y alcalde de Sarrià de Ter, Roger Torrent, cruce el Ebro sin vestir de lagarterana. Al fin y al cabo, su colega el vicepresidente del Govern, Pere Navarro, votó una comisión de investigación contra los Mossos porque habían combatido el vandalismo en la calles de Barcelona. Es decir, les conminó a bailar un vallenato con los jóvenes bárbaros, antes que liarse a mamporros, como hacen el París, con los chalecos amarillos, sean corsarios de Le Pen o de Mélenchon.
Es difícil ser de ERC sin llamarse Joan Tardà, un clásico del intercambio de opiniones, sin bajarse del burro ni subirse al guindo. Su dilecto amigo y camarada, Gabriel Rufián, hace las veces del joven Chesterfield; encarna, en otro ámbito, al joven whig británico, lanzado sin red sobre la cultura mundana de Francia. Algo me dice que Rufián aprenderá a competir sin muletas, el día en que el ongi etorri suene bajo el dintel de Moncloa.