El anuncio de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias del preacuerdo para formar un Gobierno “progresista” causó sorpresa, asombro y perplejidad. Sorpresa por lo inesperado del anuncio, asombro por la rapidez con que se llegó al pacto y perplejidad porque significaba una enmienda a la totalidad de lo que ambos se habían dicho en la campaña electoral y en los meses que siguieron a la ruptura de julio. Era inevitable que todos los medios recordaran la frase de Sánchez de que ni él ni el 95% de los españoles podrían dormir con Iglesias en el Consejo de Ministros. Lo hizo hasta TVE, en una muestra más de que la televisión pública no se parece en nada a la de la etapa del PP, en la que las contradicciones del Gobierno o se ocultaban o se minimizaban.
Para explicar lo que ha pasado, alguien ha citado estos versos de Borges: “No nos une el amor, sino el espanto... por eso te quiero tanto”. El espanto es Vox, la razón fundamental de que lo que en julio era imposible, ahora sea imprescindible. Hay quienes han desacreditado el anuncio precisamente por su rapidez, pero aquí todo el mundo tiene la memoria muy frágil porque, muchas veces, han sido los mismos que se quejaron de que se hubieran perdido cinco meses en amagos, más que negociaciones, para que al final fracasara la segunda investidura de septiembre. Servirían también para los desmemoriados estos versos de Neruda: “Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.
Pero la rapidez del anuncio tiene la virtud de que convierte el acuerdo en un hecho consumado, imposible de desandar. Nadie en su sano juicio puede pensar en que el bloqueo persista hasta llegar a unas terceras elecciones, aunque la investidura y la gobernabilidad posterior no serán fáciles. No lo serán porque la aritmética parlamentaria es peor que tras el 28 de abril, y porque algunos partidos que pueden facilitarlas no están dispuestos a aprender de sus errores.
El principal es Ciudadanos, que vuelve a equivocarse al no considerar ni siquiera la abstención en la investidura después del desastre que ha sufrido al perder nada menos que 47 de los 57 diputados que tenía por su alineamiento en el bloque de las tres derechas y su cordón sanitario al PSOE. Después de la retirada de Albert Rivera, Ciudadanos tenía una oportunidad de rectificar y volver al centro para recuperar en el futuro el papel de bisagra. Pero el partido no solo no está por la labor, sino que ahora la estrategia parece que consiste en reclamar un pacto a tres PP-PSOE-Cs, pero desde la insignificancia de los 10 diputados. Es verdad que la abstención de Cs no basta, y que votar a favor tras el pacto Sánchez-Iglesias es muy difícil para el partido, pero no hacerlo tampoco cumple las últimas promesas de Rivera, quien se había comprometido a no bloquear la formación de gobierno.
El otro partido que puede desbloquear la investidura es ERC, que por el momento sigue instalado en el no. Los republicanos se enfrentan a una doble contradicción. Gabriel Rufián imploró después del 28A un acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos (UP), criticó con extrema dureza el desencuentro, y ahora que se ha producido el pacto, se niega a apoyarlo. Hay que reconocer que Rufián ya alertó de que después de otras elecciones sería peor, porque habría salido la sentencia del Supremo sobre el procés, pero cuando advertía sobre ello no podía ignorar que el fallo del tribunal sería condenatorio --al menos es lo que repetían cada día los independentistas--, y aun así estaba reclamando un acuerdo PSOE-UP.
La segunda contradicción reside en que, por mucho que moleste a ERC el endurecimiento de las posiciones de Sánchez sobre Cataluña, el Gobierno del PSOE y de UP es el que está más abierto al diálogo con el independentismo de todos los que se puedan formar. Es lógico que los republicanos no den gratis su abstención, necesaria para la investidura, por el temor a ser acusados de entreguismo por sus competidores de Junts per Catalunya, que ya han decidido votar no. Tampoco favorece la abstención de ERC la expectativa de que pronto haya que celebrar elecciones autonómicas en Cataluña. Pero algún día ERC tendrá que dejar de jugar entre el pragmatismo y el radicalismo –sus dirigentes no se han distanciado en absoluto de los disturbios en las calles y carreteras catalanas— y optar por una alternativa clara que ofrecer al electorado sobre el futuro de Cataluña.