Las cuartas elecciones generales en cuatro años pueden servir solo para empujar hacia arriba a un partido como Vox, ultraderechista, franquista, machista, xenófobo y populista en la línea de Donald Trump o Matteo Salvini. Si las encuestas no se equivocan mucho, la formación de Santiago Abascal puede doblar sus escaños y saltar el listón de los 50 diputados, cuando en los últimos meses se la daba por amortizada y todo el mundo pronosticaba que estaba en regresión. Los acontecimientos en Cataluña, aunque el secesionismo lo niegue, tienen mucho que ver con este probable ascenso de Vox a los cielos de la tercera fuerza en el Congreso de los Diputados.
Frente al auge de Vox, todos los sondeos anuncian un descalabro épico de Ciudadanos (Cs), que podría pasar de tercero a quinto o sexto grupo parlamentario. Este hundimiento revela que los ciudadanos, muchas veces más perspicaces y finos analistas que los analistas profesionales y los políticos, culpan en primer lugar al partido de Albert Rivera de la repetición de las elecciones. No perdonan que no utilizara los 57 escaños que alcanzó en abril para formar con el PSOE un Gobierno estable sostenido por 180 diputados. Los electores reprochan a Ciudadanos que el partido no sirviera para nada cuando lo tenía todo a favor para gobernar y presumir de que, pese a sus diferencias con los socialistas, contribuía a la estabilidad en momentos tan difíciles. Es cierto que Pedro Sánchez no hizo oferta alguna a Rivera, pero ¿cómo iba a hacerla cuando el líder de Cs, con su delirio de desbancar al PP en la derecha, había levantado un cordón sanitario contra el PSOE, al que acusaba cada día –lo sigue haciendo— de no formar parte del bloque constitucional?
La responsabilidad de Sánchez en la repetición electoral se debe encontrar más bien en la falta de entendimiento con Unidas Podemos (UP), pese a que, tras varios titubeos, llegara a ofrecer a Pablo Iglesias un Gobierno de coalición que el líder morado despreció. A la vista de lo que ha sucedido después, no extraña que Sánchez desconfiara de Iglesias porque gobernar juntos se hubiera convertido en un calvario diario. El bloqueo en esta dirección amenaza, además, con repetirse.
Junto al ascenso de Vox, uno de los factores que inducen al pesimismo es la falta de autocrítica de los partidos políticos. Ni Rivera ha admitido que se equivocó, ni Sánchez ha reconocido que seguramente su objetivo primero era la repetición electoral –una apuesta que puede salirle mal--, ni nadie en el PP ha asumido responsabilidades por la pérdida de 70 diputados. Pero es que incluso cuando los partidos admiten algún error culpan a los otros. Por ejemplo, Iglesias reconoce que se equivocó en las fallidas negociaciones con Sánchez, pero su explicación es que se fio del presidente en funciones y este le engañó, es decir, la culpa del error no es suya, sino del adversario. Otro ejemplo: cuando a los independentistas catalanes se les pregunta si han cometido algún error, contestan que sí, uno, pensar que “el Estado no iba a utilizar la represión” como lo hizo, es decir, la culpa del error también es del adversario.
En esta lógica se mueven también los comunes y su cabeza de cartel por Barcelona, Jaume Asens, siempre proclive a culpar a la respuesta del Estado de las insuficiencias o errores de su actuación política. Asens, por cierto, acaba de desautorizar a la primera candidata del partido por Girona, la persona que mejor ha definido a Carles Puigdemont: un vivales.
Si las elecciones confirman que Vox se convierte en el tercer partido, un terremoto sacudirá la política española. A partir de entonces, servirá aún menos la estrategia que han seguido el resto de partidos frente a la ultraderecha y que se vio reflejada en el debate a cinco: nadie se enfrentó ni descalificó las mentiras y las barbaridades que profirió Abascal. Sánchez alega que debía ser la derecha la que lo hiciera, no el PSOE. El PP y Cs no solo no lo hacen, sino que acaban de votar en la Asamblea de Madrid a favor de una iniciativa de Vox que propone ilegalizar a los partidos independentistas.
Mientras tanto, Abascal ocupa las televisiones y los medios de comunicación convertido en la nueva estrella política a la que se le otorga más protagonismo del que merece, pervirtiendo así el debate sobre qué es mejor, si ignorar a Vox o enfrentarse a ellos. Lo mejor está claro: es un gran error promover su omnipresencia, pero cuando Vox tiene ocasión de difundir sus malignos mensajes los demás partidos deben combatirlos sin mirar para otro lado renunciando a enfrentarse a sus dirigentes.