Amasar y coleccionar obras de arte es una forma de levantar un fondo de valor, pero no es necesariamente una inversión vinculada a los negocios. El valor patrimonial tangible de los grandes trusts, como la Corporación Alba de los March o la misma eléctrica Endesa, propietaria de bienes raíces en el Pirineo, la Sierra de Guadarrama o la Sierra Morena y dueña de cuencas fluviales, tienen que ver conceptualmente con la acumulación bruta de capital, que pone en marcha una economía. Invertir es una forma de compromiso con la historia; amasar arte es un compromiso íntimo, en un mundo sin ascesis ni sacrificios invasivos; una especie de frugalidad feliz, un estado del alma en la que el valor no es un agregado sino una “pasión de infinito” (Durkheim).
En Cataluña, la pista de los químicos empieza con los Cros, liderados por el pionero de origen francés (Montpellier), Amadeu Cros, que se inició fabricando ácido sulfúrico; y esta misma empresa mantuvo su hegemonía en el sector en pleno siglo XX, alrededor de la figura de Francisco Godia, presidente de la compañía, piloto de carreras y gran coleccionista.
Puede decirse que los Cros, Godia, Güell (una saga orientada al textil y la fortuna más importante del país a lo largo de dos siglos), Remisa, o los actuales Vila-Casas y Josep Suñol (accionista de referencia de Industrias Agrícolas) han acabado introduciendo en España el estilo francés del industrial y coleccionista que refugia parte de su fortuna en arte, como una coraza protectora ante las exigencias fiscales, la caída de los valores catastrales o la depreciación de los metales preciosos. Pero este esquema prosaico, casi mercantil, no ensombrece de ninguna manera el esfuerzo de estos mismos industriales en el campo del mecenazgo y la promoción del arte contemporáneo.
El caso del pionero Gaspar de Remisa, marqués de Remisa, nacido al principio del ochocientos en Sant Hipólit de Voltregà e instalado en Madrid, explica la pasión por la posesión. Y a pesar de que su meritocracia no pasaba por el corazón, llegó a ser presidente del Liceo Artístico español, un puntal de la sociedad civil española en tiempos de asonadas militares, bienios liberales y restauraciones borbónicas. Su interés por la fotografía le llevó a donar un equipo para hacer daguerrotipos aplicados en la confección del diario El Corresponsal, fundado en 1839, junto al abogado y poeta Bonaventura Aribau. La segunda generación Remisa se entroncó con los Riansares y Retamoso. Juntos levantaron un palazzo en la calle de Recoletos justo a la izquierda del palacio del Marqués de Salamanca, donde ambos núcleos gestionaban, entre bibliotecas y salones de té, los grandes monopolios de la economía española del fin de siglo: los ferrocarriles del norte, la minería y los primeros astilleros modernos.
La fortuna Remisa se debió al tratamiento de la pirita en las minas de Río Tinto, por lo que cabe considerarles empresarios químicos. El segundo turno de esta saga construyó otro palacio en Carabanchel donde se albergó una enorme colección de arte con cuadros de Velázquez, Murillo y Zurbarán; su fondo llegó a superar en valor a la colección de los Salamanca (primera gran donación al Museo del Prado), hasta el punto de que podría competir hoy con la del Palacio de Liria (la Casa de Alba) o con la colección privada Thyssen-Bornemisza.
La química catalana estableció su cabeza de puente en la Junta de Comercio, cuya cátedra de Química liderada por Francesc Carbonell y Josep Roura defendió durante más de un siglo la investigación olvidada en la Universidad de Cervera, de tradición tomista. Ante la necesidad de coleccionar los químicos de nuestro tiempo han atesorado colecciones privadas (Uriach, Ferrer Salat o Vila Casas, entre otros) o pertenecen a patronatos de museos como el MACBA, el MNAC. El coleccionismo, a menudo dotado de un toque filantrópico y solo a veces entendido como escaramuza fiscal, nos permite hablar de una transición entre el momento finisecular del XIX (la disgregación de las grandes colecciones, como la de Lluís Plandiura) y nuestros días. La pintura y la escultura del primer tercio del siglo XXI concentran el gusto por el arte contemporáneo de la nueva burguesía vinculada a la ciencia y a la tecnología.
El nuevo fetiche de la mercancía-cultura ha ido emergiendo al compás de la decadencia textil, al fin de las cabeceras siderometalúrgicas y al agotamiento de la industria pesada. La química, y más en concreto la empresas de laboratorios y los perfumistas de la llamada química fina, son el granero de un mecenazgo cultural ex novo al que pertenecen algunos de nuestros grandes coleccionistas actuales.
Uno de ellos, el más certeramente ceremonioso, Joan Uriach, recuerda la colección impulsada por su padre, Joaquim Uriach Tey, un hombre que llegaba a casa susurrando casi a escondidas que había adquirido un Amat o un Enric Casanovas. El Doctor Biodramina explica en sus memorias que su padre apareció un día con un Nonell, bajo el brazo, y que heredó un Galwey de gran belleza, de un “estilo similar a las mejores telas del Joaquim Vayreda”. La de los Uriach es una colección hecha a mano, fruto del buen gusto, bajo ningún dictado; posee el gran estilo de los gentilhombres, que confeccionan tesoros estéticos a base de discreción y amistades labradas. Uriach Tey perteneció al círculo íntimo de artistas, como Amat Pages o Joan Rebull, el gran encuadernador, Manuel Bueno, y especialmente el crítico Jaume Pla i Pallejà, autor de Memoria escrita, auténtico vademécum de la pintura del país. El catálogo Uriach se convirtió en una memoria de cinco tomos ilustrados acompañados de fotos de Català Roca. El último tramo de la colección es fruto de un esfuerzo recopilador del actual presidente de la empresa de laboratorios: la hora de los Torres García, Saura, Juli González, Marcel Martí y de algunas obras deliciosas de Benjamín Palencia, acompañadas de Günter Frögg, Kounellis, nuevamente Dalí y Miró, estos dos últimos a cuentagotas.
La Fundación Suñol, situada en el Paseo de Gracia, es un verdadero polo de atracción por la sensibilidad de su creador entregado a compartir el arte de las vanguardias española y, en menor medida, italiana y norteamericana del siglo XX. Destacan la permanencia de un Mao de Andy Warhol en un rellano de escalera o la posición de su objet trouvé, un viejo zapato colocado sobre un pedestal, sin mayores explicaciones de lo que bien podría ser un botín abandonado en domicilio infantil del msmo Suñol, convertido en la sede de la fundación, sin olvidar las esculturas móviles de Foster y un espectacular Barceló africano, Le bal des pendus, de 1992.
Entre los coleccionistas químicos que se han puesto como ejemplo de una nueva vanguardia debe destacarse el caso descollante de Antoni Vila Casas, el patrón de la antigua Prodesfarma que vendió su empresa para crear la Fundación Vila Casas, con el objetivo de promocionar el arte contemporáneo autóctono. Contiene cinco espacios expositivos, exhibe el fondo permanente de la colección y celebra muestras temporales en Espai Volart 1 y 2, y Can Framis, dedicados a la promoción de artistas jóvenes y recuperación de trayectorias olvidadas; además gestiona un Museo de Fotografía Contemporánea y un Museo de Escultura Contemporánea.
Más allá de las discretas colecciones de mérito, las unidades de arte sagrado incluidas en la citadas y otras colecciones provenientes de monasterios y abadías fueron un constante goteo a lo largo de un siglo XX, después de la diáspora Plandiura y de las donaciones de la Colección Cambó. Ambas referencias enmarcan el renacimiento de los grandes contenedores, herencia intelectual de los mecenas del ochocientos, como Maties Muntadas (La España Industrial), Camil Fabra (primer marqués de Alella, industrial, senador y alcalde de Barclona en 1893) y Enric Batlló.
Los coleccionistas privados que exponen sus tesoros en catálogos públicos representan un regreso a la ética de la lealtad, un entorno en el que la ganancia es fruto del conocimiento y no de la especulación. Por este camino, el arte vinculado a la empresa adquiere una forma concreta de elegancia alejada del juego de la competencia y los mercados. Metidos de lleno en la ligereza de Lipovetsky y en la liquidez de Bauman, el consumo del arte ha dejado de producir la sensación compensadora del tiempo de las salas del Soho neoyorquino, un territorio rojizo hecho de hierro fundido y adoquines.
El arte sometido a la frugalidad voluntaria y a la llamada sobriedad feliz no existe, si no se materializa en el lienzo de Joan Gris o de René Magritte colgado en la pared del salón de lectura, con anaqueles forrados de caoba. Mucho menos si quienes lo amasan (o cautelan) son emprendedores de éxito que temporalizan el recuerdo a través del objeto y de su valor.