Nuestros tribunales deben abandonar su carácter adusto, frío y distante cuando tienen delante, como protagonista, a una persona con discapacidad. Sólo la empatía, la calidez y el abrazo de sus dificultades acercarán la Justicia a la misma.
La intervención del fiscal es, sin duda, preeminente en el ámbito del proceso penal. Es una pieza esencial del mismo, imprescindible. En este marco, la progresiva especialización del fiscal resulta forzosa para una lucha eficaz contra las tradicionales y las nuevas formas delictivas que se dibujan en el paisaje criminal.
Sin embargo, algunos fiscales tenemos la fortuna de descubrir, por elección o por decisión de quien dirige una Fiscalía, que hay un vasto campo ajeno a nuestra tradicional y más conocida función en la jurisdicción penal y que cumple con otra función social importante. Esta función tiene un protagonista muy especial por su condición, y por su frágil posición en la sociedad: la persona con discapacidad.
La necesidad de específica formación y de sensibilidad suficientes para abordar la tarea de protección de los derechos de estas personas resulta también inexcusable. De igual manera, se precisan medios y recursos suficientes para el desempeño de una labor que demanda estar a la altura de las necesidades de estas personas, que son muchas, y de las dificultades y barreras con las que se topan, que son más.
La labor de protección de los derechos de las personas que tienen discapacidad intelectual, deterioro cognitivo sobrevenido o con trastornos de salud mental se desarrolla de manera muy importante en los procesos de capacidad (todavía conocidos como procesos de incapacitación, aunque hoy, mejor llamados de provisión de apoyos). El fiscal siempre es parte en estos procesos. Se trata de un terreno delicado porque tiene como protagonistas a personas especialmente vulnerables, frágiles, susceptibles de abusos de diferente etiología --incluida la económica-- por parte de personas con pocos escrúpulos o de “moral rasa”, que encuentran en ellas una presa fácil.
El fiscal puede actuar de manera cautelar sobre la persona o el patrimonio, y valora preliminarmente si debe promover un proceso de provisión de apoyos. Ya en el marco del proceso ha de lograr la concreta definición de la asistencia que precisa la persona para ejercer su capacidad en condiciones de igualdad respecto a los demás. Se ha de procurar que mantenga autonomía en aquellos ámbitos en que tenga competencias conservadas, para lo cual es imprescindible la correcta determinación del sistema de guarda legal (actualmente tutela o curatela), de las funciones concretas que asume el tutor o el curador y, singularmente, de la persona más idónea para desempeñar el cargo.
Este es un proceso de una trascendencia enorme para la persona, pues se pueden ver comprometidos los derechos inherentes a su dignidad y quedar afectados sus signos identitarios, por lo que el rigor y cautelas han de extremarse. El fiscal debe velar para que en ese proceso se constituya un apoyo ajustado a las necesidades del interesado y se respeten su voluntad, derechos y preferencias. Es necesario conocer la realidad de la persona, las singularidades de expresión o comunicación, sus actitudes y comportamientos, anhelos y ambiciones, y valorarlos e interpretarlos correctamente. Es una labor meticulosa que exige una preparación y formación específicas para su correcto desempeño.
La posterior supervisión y control del encargo recibido por el tutor o por el curador son tareas de gran importancia, y deben ser abordadas con dedicación y atención exquisitas, pues puede hallarse en riesgo el bienestar, la salud y el progreso personal del individuo con discapacidad. La revisión periódica de la situación personal y patrimonial es el mecanismo por el que se articula ese control.
En cualquier caso, estas tareas --apenas esbozadas-- resultan bastante complejas también porque la administración de Justicia, los procedimientos legales, el personal, etc., no contemplan ni consideran, salvo excepciones, las específicas necesidades de la persona, lo que la sitúa en una posición de inferioridad y de clara desigualdad respecto a otros ciudadanos. Por tanto, la justicia está discriminando de forma no intencionada, pero evidente, a estas personas.
De manera alegórica se representa frecuentemente la Justicia como la diosa Temis con los ojos vendados, anunciando que está alejada, que es ajena a las individualidades del justiciable. Esa forma de entender la justicia no es la que precisa una persona con discapacidad cuando acude a un tribunal, sino que éste debe despojarse de esa venda para ver, observar e interpretar la concreta realidad de la persona con discapacidad y sus necesidades.
Me quedo, por ello, con la imagen de la Justicia que preside la fachada principal de nuestro Tribunal Supremo que está adornada con una estrella sobre su cabeza y porta una antorcha en la mano derecha. Además no está sola, sino acompañada de la Equidad y del Derecho. Tiene el conjunto un aura inspiradora, guía de rectas conductas que ilumina a todos, donde la rigidez y fortaleza del Derecho se modula con la imagen más pura y sensible de la Equidad.
Nuestros tribunales deben abandonar su carácter adusto, frío y distante cuando tienen delante, como protagonista, a una persona con discapacidad. Sólo la empatía, la calidez y el abrazo de sus dificultades acercarán la Justicia a la misma.
El fiscal especialista en discapacidad también sirve a la sociedad desde el imperio de la ley, pero aprende a colocarse “en la piel” de las personas que la tienen. El contacto directo del fiscal con estas personas, produce una especial simbiosis; se desarrolla otra mirada, otra manera de ser y de ejercer la profesión. Por ello, y para terminar, quiero hacerlo diciéndoles:
Gracias por lo todo lo que me habéis enseñado.
Avelina Alía
Miembro de la Asociación de Fiscales