“Lo que me atrae narrativamente de esto [la traición] es la nueva luz que tira el momento. Vos estás viendo las cosas del color tal, y de pronto cambian y se convierten en otra cosa. La traición produce ese momento que es como un flash sobre quiénes son los buenos y quiénes son aquellos en quienes se podía confiar”. Ricardo Piglia, probablemente uno de los escritores en español que más y mejor ha reflexionado sobre el arte de narrar, explicaba así ese instante –súbito– en el que una historia da la vuelta sobre sí misma y se convierte en su antítesis. Algo similar puede suceder este noviembre cuando, por cuarta vez en cuatro años, vayamos de nuevo a votar a los mismos partidos –y a los mismos candidatos– que han sido incapaces de alcanzar un acuerdo para representar –que no gobernar– España.
Decimos esto porque al presidente, en un sistema político representativo, lo eligen los diputados, no los electores. Las urnas de abril simplemente indicaban que los ciudadanos exigían un acuerdo entre las distintas fuerzas políticas. No ha sido posible: ninguna de ellas ha querido sacrificar sus intereses inmediatos por los nuestros, lo que nos conduce –tras un teatrillo lamentable– a esta nueva convocatoria electoral que no va a arreglar nada y que, además, puede empeorarlo todo todavía más. Se trata, sin duda, de una anomalía. El problema es que es una anomalía que se repite sin cesar. Y que certifica que nuestra democracia –virtual; porque vivimos bajo la bota de una partitocracia– no funciona como debiera, no sirve a las necesidades compartidas y otorga todo el poder de decisión sobre nuestras vidas a los jefes de los partidos, que funcionan como auténticas milicias.
Gran Bretaña se ha suicidado al optar por el Brexit, pero, incluso en mitad de su particular locura, hace semanas vimos a un Parlamento vivísimo rebelarse contra el primer ministro que quería clausurarlo, en una muestra de salud institucional envidiable que, al menos, no les condena a ser unos borregos. Los diputados británicos, por supuesto, se deben a sus electores; en España dependen de sus generales (secretarios), que, según sea el caso, pueden ser dos (el modelo bipartidista) cuatro o cinco.
Da absolutamente igual: todo se cocina en una mesa-camilla. Causa hastío ver cómo el modelo político de la Transición –genéticamente pactista– ha degenerado hasta alcanzar su reverso: un pacto que consiste en no pactar bajo ninguna circunstancia, sino en repetir el ritual electoral hasta que los ciudadanos ratifiquen lo que conviene. Una democracia no se reduce a un mero referéndum. Aquí mientras más votamos, menos contamos y más indefensos estamos ante los caprichos de los hombres de partido, para los que el interés general apenas es una frase en un discurso.
La política contemporánea se ha jibarizado: ya no hay gestión, todo el juego se reduce a lo que los asesores llaman el relato, que es la propaganda de toda la vida, pero sin versos ni épica triunfal. Los políticos en España ansían protagonizar su propia epopeya, pero carecen de la noble madera de los héroes antiguos. Ni siquiera llegan a la triste condición de subsecretarios. Mientras ellos están con su relato, los ciudadanos pagamos la fiesta (y los entierros cotidianos) sin recibir atención. Los grandes problemas –la fragilidad del Estado del Bienestar, el deterioro de los servicios públicos, la creciente precarización laboral– se enquistan eternamente mientras nuestros políticos juegan a ser napoleones.
Es natural que en la calle se perciba un inmenso hartazgo y que la política se haya tornado un infinito bostezo: estamos en sus manos. Salvo que en noviembre decidamos –con la convicción de las inmensas minorías– votar todos en blanco, de forma que, aunque el recuento electoral ignore este acto de protesta, al no otorgarle representatividad en el Congreso, los pilares de la comedia crujan. Y el mensaje llegue. Los españoles no deberíamos regalar nuestra confianza a quienes no la merecen. Necesitamos reformar nuestra democracia para que realmente lo sea. Y esta revolución pacífica empieza por entender que el relato será suyo, pero las elecciones de noviembre son nuestras. De nadie más.