A Pedro Sánchez, la llamada de las urnas (provocada por él mismo) le ha puesto en pie de guerra contra el independentismo, sus anuncios de tsunamis y desobediencias varias si la sentencia del Tribunal Supremo no es absolutoria para todos los acusados del procés. Si la ley y las sentencias no se respetan, dijo en el primer acto electoral de la nueva campaña, no dudará en aplicar el 155. De una manera u otra, el candidato del PSOE habrá afirmado esto en muchas ocasiones, pero ayer la advertencia adquirió cierta solemnidad al decírselo en sede parlamentaria y directamente al diputado Gabriel Rufián, actual paradigma del republicano dialogante, como portavoz que es de Oriol Junqueras.
El 155 vuelve a ser actualidad porque Albert Rivera pretendió a última hora de este largo fiasco institucional comprometer su voto a Sánchez si este se apresuraba a intervenir la Generalitat de forma preventiva por lo que pudiera pasar dentro de unas semanas. Una supuesta jugada maestra porque todo se contagia en política. El candidato a la investidura fallida respondió de libro: el 155 no es una medida preventiva, sino reactiva, solo puede aplicarse si se dan las circunstancias previstas en la Constitución y, de cumplirse, se actuará en consecuencia.
Esta respuesta fue suficiente para que la derecha se llevara las manos a la cabeza por la supuesta contemporización de los socialistas con Torra y los suyos, mientras los portavoces de JxCat y ERC lo interpretaron interesadamente al revés, como si Pedro Sánchez fuera a aplicar el artículo de la discordia sin más preámbulos. En otro momento, tal vez el candidato socialista hubiera pasado por alto las dos insinuaciones manifiestamente contrapuestas; sin embargo, estando ya en campaña, cualquier confusión sobre la predisposición o la precipitación a asumir las obligaciones del gobernante constitucionalista tienen su peligro electoral. De ahí que aprovechara la oportunidad para repetir lo ya dicho, con cierto énfasis para evitar nuevas elucubraciones.
Es difícil imaginar un candidato a presidente del gobierno central con opciones de ganar las elecciones que pudiere insinuar mirar hacia otro lado cuando la legalidad fuere traspasada en ninguna comunidad, aunque fuere nación, o adelantarse a los acontecimientos por un puñado de votos en una futura investidura. Nadie puede sorprenderse de la posición de Sánchez, salvo que alguien piense que incumplir las obligaciones del cargo es una opción real para un gobernante democrático. Por ahí hay poco sobre lo que elucubrar.
De todas maneras, estando en período electoral todo es posible. Volverán los mantras habituales; aquí, el más repetido en elecciones, en vacaciones, en los platós y en las sesiones parlamentarias es que la estabilidad del Gobierno de España no se conseguirá en tanto no se resuelva el conflicto entre el independentismo y el Estado español. Esta presunción implicaría que la inestabilidad institucional se apoderaría de España durante varios decenios, incluso por alguna generación, dado que es difícil de prever que dicho conflicto vaya a resolverse a corto plazo por razones bien conocidas. Nadie en Madrid tiene una propuesta alternativa y mínimamente satisfactoria para afrontar la desafección real de muchos catalanes respecto de la fórmula autonómica, y nadie en el universo de la media Cataluña soberanista tiene una idea creíble para materializar las expectativas secesionistas sin caer en el abismo de la ilegalidad.
La suposición de que la futura estabilidad de la política española pasa por el conflicto catalán tal vez sea cierta, pero quizás lo sea en un sentido contrario al que sostienen los independentistas. El momento de mayor fuerza política de Mariano Rajoy fue justamente cuando dio luz verde al artículo 155; en aquellos días, PSOE y Ciudadanos cerraron filas con el PP como nunca antes había sucedido. De ahí que el peligro de cierta estrategia independentista, la personificada en Puigdemont y Torra, para entendernos, es aportar elementos objetivos para cohesionar a los partidos constitucionalistas, fortalecer al gobierno de turno, aunque sea en funciones, para garantizarle la estabilidad exigible y así replicar toda unilateralidad, desobediencia institucional o tsunami que puedan protagonizar las autoridades autonómicas catalanas.
El tiro por la culata, especialmente para las instituciones históricas del país, las primeras damnificadas de una reacción constitucional del Estado frente a la instrumentalización de las mismas por parte de los meteorólogos independentistas. Este escenario, ya conocido en su versión reducida, es triste para Cataluña, retrasa cualquier atisbo de solución para el conflicto, aunque ciertamente puede favorecer la reorganización de las divididas fuerzas soberanistas y sobre todo, fortalecer al gobierno central ante una crisis de Estado.
El consenso de los partidos en el Congreso no es propositivo, tan solo defensivo; este es el mayor inconveniente de mantener viva la confrontación; la comodidad de defender el ordenamiento vigente les exime, o eso tienden a creer sus dirigentes, de pensar en identificar una salida dialogada o modificar la Constitución para hacerla posible. La excepcionalidad les une, mientras que la normalidad les enfrenta democráticamente. Pero muchos independentistas lo ven al revés.