Estamos asistiendo en el Congreso de los Diputados a la investidura más rara de todas cuanto ha habido. La desconfianza entre los hipotéticos socios de Gobierno es enorme, hasta el punto de que tras el rifirrafe entre Pablo Iglesias y Pedro Sánchez la ruptura parecía insalvable. Y, sin embargo, el acuerdo final sigue siendo bastante probable. Entre PSOE e Unidas Podemos no hay amor ni sexo, pero sí puede haber un matrimonio de conveniencia en las próximas horas. Lo que no pacten ahora difícilmente lo lograrían en septiembre. La alternativa de ir a unas nuevas elecciones en noviembre supone para ambos un riesgo enorme, con unos meses por delante con un festival de reproches mutuos para disfrute de los otros partidos. No está claro quién cargaría con el mayor peso de la culpa, o si ambas fuerzas sufrirían por igual el fracaso de un pacto que muchos electores daban por descontado.
El problema es que Pedro Sánchez creyó la noche del 28 de abril que, pese a haber obtenido solo 123 diputados, el resultado le iba a permitir gobernar en solitario gracias a la fragmentación parlamentaria de las derechas y a la debilidad de los morados y sus confluencias. Un mes después, el resultado de las municipales y autonómicas reforzó la impresión de que iba a poder repetir un ejecutivo monocolor. Eso hubiera sido posible si Cs se hubiera abierto a una negociación con el PSOE, como pedían los sectores díscolos encabezados por Toni Roldán o las voces de los intelectuales fundadores del partido como Francesc de Carreras. Pero Albert Rivera se ha atrincherado en un lenguaje faltón contra el sanchismo y su “banda” del que no piensa salir. El bucle retórico en el que se han instalado los naranjas es una desgracia para la gobernabilidad. De haber actuado como una fuerza centrista liberal se hubiera abierto un escenario de pactos variables que habría hecho innecesario el gobierno de coalición con Unidas Podemos. Por su parte, Iglesias no tenía más remedio que exigir esa fórmula, porque tocar poder es el único camino para salvar su maltrecho espacio. La negativa de Rivera a hacer política ha brindado al líder de los morados una oportunidad de oro, aunque no vaya a estar en el Consejo de Ministros.
A Sánchez se le puede criticar por muchas cosas, pero ha intentado evitar ese escenario de coalición hasta el final. El lunes en su discurso de investidura hizo un último llamamiento a que PP y Cs facilitasen la investidura. Es cierto que su posición tenía un punto débil. No puede dar lecciones a nadie, porque en 2016 no fue capaz de abstenerse cuando Mariano Rajoy ganó por segunda vez las elecciones y la alternativa era volver a las urnas. Sí supo hacerlo su partido y la gestora socialista presidida por Javier Fernández. Es de los pocos momentos que un grupo parlamentario ha actuado con sentido de la responsabilidad en la política española. Lo que entonces exigían a Sánchez el PP y Cs (y sí hizo el PSOE, a costa de una grave crisis interna), no lo han querido hacer ahora, pese a que se llenan la boca de constitucionalismo y de no querer que los independentistas sean los árbitros de la situación. Han preferido que se cumpla la profecía que lanzaron en la Plaza Colón, y que han repetido incansablemente hasta la investidura. La verdad es que no le han dejado otra alternativa al PSOE que lograr el acuerdo con Podemos, más el apoyo activo de otros grupos menores (PNV, Compromís, PRC) y la abstención de ERC para sumar más síes que noes. Eso o volver a las urnas, lo que de entrada supondría una gran decepción para muchos votantes de izquierdas y su probable desmovilización en noviembre. Frente a esa alternativa, tanto Iglesias como Sánchez van a optar por el matrimonio de convivencia para ganar tiempo y evitar lo peor.