La sombra de Cataluña es alargada. Pero sentar a un independentista de los comuns, como Jaume Asens, al lado de Pablo Iglesias en el Congreso, es la venganza trapera del dolido. La nueva escenografía de la izquierda, formalmente provocada por la baja por maternidad de Irene Montero, reveló a Iglesias, como el auténtico jefe de la oposición, más vivo que nunca, después de su harakiri. Mientras Iglesias le cantaba las cuarenta a Sánchez, a su lado, un hijo predilecto del separatismo, el letrado Asens, estaba allí para recordarnos que el conflicto territorial responde a impulsos ontológicos, antihistóricos e imposibles de refutar. Suele ocurrir en los pueblos que se atribuyen un origen sagrado, sobre todo cuando no lo necesitan. El génesis catalanista tiene cuencos votivos y otras epifanías, pero en realidad ha sobrevivido, a los duros inviernos, en las glorietas del paseo de Gràcia, donde se elaboraba el anuario Barcelona selecta. Aquel anuario, recogido en las crónicas de Llates, Jardí o el mismo Permanyer, llevaba los nombres, las direcciones, los títulos, la identidad de los padres de familia –los únicos con derecho al voto censitario, que levantó el regionalismo de Cambó–, la dirección de los despachos, la marca del automóvil y hasta el número de abonado en el Liceu, palco o platea. Todo ello, sin olvidar el día de la semana dedicado a recibir visitas.
Un país levantado sobre la Revolución del Vapor, la ciencia aplicada y las artes no precisa palabrería mítica para reivindicarse. No somos una nación sentimental, como quiere el romanticismo nacionalista; somos el país estético del que habló Carles Riba, el gran bardo, traductor de Cavafis. El viaje sentimental se forjó en el pairalisme asilvestrado y, ahora, un siglo después, ha colonizado polígonos y estructuras urbanas reconvertidas en el suelo común del soberanismo choni. Esta nueva modalidad indepe, esparcida por las tribus sociológicas, conforma el auténtico ejército industrial de reserva, de un país que tiraniza a los jóvenes a base de salarios irrisorios, los aparta de la educación selectiva y disminuye la atención en medicina pública. Los nuevos jóvenes no protestan y solo van a la plaza de Sant Jaume a exhibir estandartes; han cambiado el sindicalismo de clase por el lazo amarillo. Son la otra cara del dulce garbanceo menestral de colla, al que se entregaba Puigemont en Sant Julià de Ramis.
La Mancomunitat surcó, hace mucho, sendas de reformismo profundo que contribuyeron a fortalecer a España, sin que por ello se nos cayera ningún anillo ni que perdiéramos peso en el conjunto del Estado (al contrario, ganamos influencia). Los Juegos del 92 renovaron el mismo espíritu; representaron a España y mostraron el peso institucional de Cataluña dentro del Estado. El día de la apertura olímpica, con Mandela sentado en el palco de honor, la gradería del Estadio de Montjuïc silenció la cutrez de las pancartas del Freedom, levantadas por la segunda generación de Convergència, los Homs, Mas y Pujol Ferrusola, que se han cargado al partido.
El debate de investidura de las últimas 48 horas ha aireado sin proponérselo que la recuperación de la Generalitat, hace 42 años, no tuvo que pasar ni por el filtro de la Transición. Fue un pacto entre Tarradellas y Adolfo Suárez por el que el Gobierno español reconocía a la Generalitat republicana del exilio como administración legítima. El sistema de pactos puede más que las constituciones. Pero los soberanistas, con su desastrosa DUI, demostraron que no habían entendido ni eso. Con pocas palabras, con hechos y sin exabruptos antiespañoles se puede llegar muy lejos. Nuestro problema como pueblo es que los mítines y el papel lo aguantan todo. Nadie contrasta si sus palabras pueden sostenerse a base de realidades. En el momento de la Mancomunitat –la “república implícita de los catalanes”, escribió literalmente Eugeni D’Ors en La ben plantada– nuestros abuelos avanzaron en horas lo que ahora no avanzaremos en décadas. Dando la voz a los partidos del procés, sus aliados de hoy –asoma el perfil delicado de Asens, con su frágil argumentario– renuncian al destino colectivo que nos concierne a todos. El independentismo ha dado la espalda siempre a los grandes momentos de colaboración con España. Ahora, estamos muy lejos de la gobernación pacífica, como mostraron ayer en el Congreso Joan Baldoví, el Phillias Fog de Compromís; el nuevo Rufián de ERC (todavía no me lo creo); la euskalduna de Bildu, Mertxe Aizpurua, y la misma Laura Borràs, del residual JxCat, el partido que se escuda detrás de las sentencias para evitar que veamos el vergonzoso abandono legislativo del Parlament.
Nos estamos quedando sin amigos. Las punzantes flechas que le clava Rivera a Sánchez nos muestran la crudeza de la política cuando transporta antiperiferia cargada de munición, pero con escasos argumentos. Aunque se construya un pedestal de gran estadista, Rivera perderá consenso si sigue siendo “el ideólogo gaseoso de una sociedad líquida”, en palabras de Narciso Michavila, el sociólogo de GAT 3. Michavila abunda que una parte del voto captado por Vox “fue recuperado” in extremis por Ciudadanos el 28 de abril. El buen balance de campaña es deudor del trasvase con la extrema derecha. Pésima señal. Al Rivera de hoy le vemos deformado ante los espejos cóncavos del Tibidabo, que mandó colocar el mismo doctor Andreu y que tanto gustaban a los expresionistas alemanes.
Los bien pensantes de la Barcelona selecta no pedían ningún peaje de visitas al Tibidabo, con misa de domingo en el Sagrado Corazón. Tampoco sabían que sus fábricas se convertirían en material de derribo, o que serían recuperadas en el siglo siguiente por oleajes creativos de música urbana, cultura pop y soberanismo choni.