Si antes del juicio al procés en el Tribunal Supremo alguien hubiera pronosticado la ruptura del bloque separatista en una institución tan emblemática como la Diputación de Barcelona, le habrían tachado de chiflado. El pacto entre PSC y JxCat que mañana llevará a la presidencia de la institución provincial a la alcaldesa de L’Hospitalet, Núria Marín, marca un punto de inflexión en la política catalana. Tras una larga fase de duelo, en la que se ha mezclado negación y rabia, el independentismo empieza parcialmente a entrar en la etapa de aceptación de la realidad. Es cierto que eso no supone ninguna autocrítica, ni el abandono retórico del “ho tornarem a fer”, y que cuando se conozca la sentencia, con un veredicto que muy probablemente será de culpabilidad con condenas de cárcel, habrá un nuevo momento de catarsis soberanista. Pero será un último fogonazo que acabará al cabo de pocas semanas en una completa sensación de vacío ante la falta de estrategia y unidad independentista para la nueva etapa.
Cuando llegue la sentencia al mundo separatista le ocurrirá lo mismo que con el juicio, donde tenía grandes esperanzas de poner al Estado y a la justicia española contra las cuerdas pero que, a la postre, ha acabado siendo una gran decepción. Lo ha resumido bien el engreído Andreu Van den Eynde, abogado de Oriol Junqueras y Raül Romeva, en una entrevista en Vilaweb: “Nos han ganado una partida que era imposible que ganásemos, pero pensábamos que ganaríamos (…), pensamos que decidiríamos cómo sería este juicio (…), fue un error, el juicio ha ido como Marchena ha querido”. También Javier Melero, el más brillante letrado de las defensas, ha reconocido por primera vez, en una larga entrevista en Ara, que no es descartable una condena por rebelión bajo forma de “tentativa o conspiración”. En definitiva, si el objetivo del juicio era impedir que el tribunal pudiera condenar por rebelión, el desarrollo de la vista ha dejado razonablemente abierta esa posibilidad. Un mes después del visto para sentencia, los abogados admiten que no han logrado desacreditar las acusaciones contra los políticos encarcelados. Saben además que es poco probable que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo tumbe el juicio por falta de garantías procesales.
Tras el fracaso del procés en otoño de 2017, el independentismo creyó que podría ganar la batalla judicial. El revés que sufrieron las euroórdenes de Fiscalía contra Carles Puigdemont hizo creer en un primer momento que era pan comido y que el juicio se convertiría en una acusación televisada contra el Estado español. A partir de ahí los “presos políticos y exiliados” serían rehabilitados y sobre esa victoria se podría construir una nueva estrategia hasta la consecución del referéndum pactado, etcétera. Las victorias del expresident primero en las autonómicas y todavía este pasado mayo en las europeas respondía a ese imaginario que se ha comprobado completamente equivocado. Puigdemont, ni volverá a presidir la Generalitat ni será eurodiputado. La internacionalización del conflicto tiene ya muy poco recorrido. Ni en Bruselas, Estrasburgo o Luxemburgo le van a ir bien las cosas al secesionismo en los tiempos venideros.
En paralelo, los partidos independentistas ha entrado en una fase de recrudecimiento de su lucha por la hegemonía. Los exconvergentes se resisten a ser arrollados como fuerza de gobierno por la inmerecida fama de mayor pragmatismo de los republicanos. Sin renunciar a nada, los de JxCat no quieren aparecer como esencialistas intratables, como un voto inútil para la política de pactos. El acuerdo con el PSC en la Diputación se entiende desde la lógica pura de intereses de partido. Como los comunes estaban dispuestos a compensar a ERC facilitándole la presidencia, obligando a los socialistas a entrar en un acuerdo tripartito de izquierdas ya cocinado, los exconvergentes han actuado sin manías para evitar quedarse fuera del poder provincial, que de todas las opciones era la más probable. Han hecho un movimiento que tampoco puede abstraerse del enorme resentimiento acumulado hacia ERC por todo lo ocurrido desde que Junqueras hizo imposible en octubre de 2017 el adelanto electoral que quería Puigdemont, pasando por la negativa de Roger Torrent a facilitar la investidura del prófugo en Waterloo, hasta la deslealtad por haberles quitado diversas alcaldías mediante pactos con el PSC en algunos municipios importantes como Sant Cugat o Figueres.
En la Diputación, tras el acuerdo para la alcaldía de Barcelona, lo esperable era que los comunes hubieran apoyado al PSC, la fuerza más votada en la provincia, que a su vez iba a encargarse de conseguir los votos necesarios de CS y PP para presidir una institución muy generosa con todas las fuerzas políticas. Pero los de Ada Colau tenían pánico a ese escenario que les rompía definitivamente el discurso de la equidistancia, y no creyeron factible un acuerdo entre socialistas y exconvergentes de ese calado mediático. El pacto en la Diputación no solo supone otro obús en la línea de flotación del frágil Govern de Quim Torra, sino que también pone de manifiesto que la relación entre los socios de gobierno en el Ayuntamiento de Barcelona va a estar llena de desconfianzas. Lo inesperado ha acelerado las dos líneas de fractura que van a condicionar la política catalana en la nueva etapa: la interminable lucha en el campo independentista, que antes o después acabará en el enfrentamiento abierto, y la rivalidad absoluta entre socialistas y republicanos en la Cataluña metropolitana con los comunes siempre acomplejados.