La malo de no hacer nada es que nunca se sabe cuándo se acaba. El tiempo se hace eterno, mientras se está a la espera de que pase algo sin saber muy bien el qué.
Es un problema que galopa por España. Llevamos cuatro años de incertidumbre, han pasado dos meses de las elecciones generales y no se vislumbra la salida. ¡Y lo que te rondaré, morena! Como si no pasara nada. La única buena noticia es que baja el IVA del pan integral desde hoy. Algo es algo. El gobierno en Madrid sigue en funciones y aparenta que va para la largo; el de la Generalitat, como si no existiera, paralizado. Incluso arde Tarragona y al consejero de Interior no se le ocurre mejor idea que denominar la ayuda de la UME (Unidad Militar de Emergencia) como acción propia de “un país vecino”. Si se instituyera un premio nacional a “tontolaba del año”, candidatos no faltarían.
El que no se consuela es porque no quiere: Bélgica estuvo 541 días, 18 meses, sin gobierno. Todo un récord: superó incluso a Camboya. Y no le fue tan mal como cabía imaginar. El país creció, bajó el desempleo y las cuentas públicas evolucionaron mejor que la media europea. Aquí, si nadie lo remedia, vamos camino de las cuartas elecciones legislativas en cuatro años, a menos que Pedro Sánchez se saque esta semana algún conejo de la chistera. Los primeros días de noviembre, y concretamente el 10, se aventuran como posible fecha para los nuevos comicios si la investidura se va a finales de este mes como parece previsible.
La Presidencia del Gobierno se ha convertido en un laboratorio de control del tiempo. Mariano Rajoy fue un verdadero profesional y su sucesor se muestra como un alumno aventajado. ¿Cuándo piensa mover ficha? Esta semana habrá nueva ronda de conversaciones con los partidos de oposición. De momento, no se conoce ninguna propuesta concreta del presidente en funciones para sortear el escollo de su votación por el Congreso este mes de julio. O, si la hay, nadie ha dicho nada. Excepción hecha de la petición a unos de que le voten (Podemos) y a otros de que se abstengan (Ciudadanos o PP). Es lo que se sabe. Ignoramos a cambio de qué se pide una u otra cosa. Desconocemos si bajo los faldones de la mesa camilla, se está cociendo algo al calor del brasero. Con el consiguiente riesgo de acabar achicharrados.
Instalados en el paraíso de la desconfianza recíproca, lo único que parece claro es que en política nadie da nada a cambio de nada. La animadversión prevalece sobre cualquier sentido de la gobernabilidad. Pablo Iglesias continúa dando la matraca con que quiere ministros, al tiempo que amenaza con votar en contra del candidato socialista a la presidencia. Después de todo, los morados pueden pensar que, si se va a pactar en el ayuntamiento de Barcelona, ¿por qué no hacerlo en los sillones de La Moncloa? Aunque lo de la capital catalana está por ver, puesto que las negociaciones estaban la semana pasada “muy verdes”. Tampoco estaría de más saber qué piensa de esto Pedro Sánchez: si le interesa que se cierre ese pacto municipal antes que su investidura o si prefiere demorarlo para no sentirse presionado. Los Comunes están felices; los del PSC, moscas. Ya nombrada, a la alcaldesa de Barcelona no se la podrá echar ni con agua hirviendo.
Por su parte, Pablo Casado va repartiendo sonrisas a diestro y siniestro sin que tengamos una idea clara de por qué se ríe, cuando estaba sentado encima de un barril de pólvora. Eso sí, está claro que luce unos hermosos piños y un aparente estado de felicidad permanente, mientras proclama la cantinela de “voy a liderar” el partido, la oposición, el cambio de ciclo, la remontada, la refundación del centro derecha y lo que se le ponga por delante. Lo evidente es que los populares obtuvieron 20.000 concejales en las elecciones municipales, mientras que Ciudadanos se quedó en 2.500. A la chita callando, los populares gobernarán a cinco millones más de ciudadanos que los socialistas gracias a pactos de todo pelaje.
El problema de Albert Rivera, encorsetado en su “no es no” a Pedro Sánchez, ya no es que acierte o se equivoque con su estrategia. El inconveniente es que no se le entiende. Asunto complicado para propias y extraños. Aunque los suyos cierren filas en torno a su liderazgo, puede acabar teniendo su particular idus de marzo si se le revuelve el personal. Es lo que tiene el cesarismo que, además, implica una neutralización de la esfera política y una distorsión del significado mismo de la democracia.
La incomprensión es tal que hasta un diputado popular castellano aseguraba recientemente que “Ciudadanos podría fundirnos definitivamente si se decidieran a pactar con el PSOE”. Pero si el PP optara por abstenerse en la investidura, podría ocurrir algo parecido pero al revés. Tan solo acopiando poder institucional, disfrutando de influencia y capacidad para colocar a sus gentes puede un partido consolidarse. Quizá falten arrestos para asumir el riesgo. En descargo del líder de la formación naranja, justo es reconocer que es el objeto de todas las presiones. Cuando en realidad debería tocar a Pedro Sánchez llevar la iniciativa. Aunque el despiste es tal que a lo mejor la está llevando y no nos hemos enterado.