Sostenía Albert Camus, uno de nuestros santos particulares, que el más notable de los rasgos que retratan la estupidez humana es la insistencia. George Bernard Shaw, uno de los escritores más impertinentes de Irlanda, dejó escrito: "La osadía de los tontos es ilimitada; su capacidad para arrastrar a las masas, insuperable".
Ambas sentencias ilustran de manera certera el último episodio de la serie Napoleoncito Puigdemont contra todos, en este caso con la colaboración (no podemos decir que desinteresada) de Comín (llamadme Toni, si us plau). Los dos prófugos de la justicia más famosos, a los que sus fervorosos fieles consideran exiliados heroicos, fueron elegidos el 26M diputados del Parlamento europeo y, al acudir a la cámara legislativa continental para ocupar sus poltronas, se encontraron --¡oh, maldición!-- con un amable guardia de seguridad que les impidió el paso. Vade retro. No way.
Por supuesto, inmediatamente hicieron una denuncia dirigida a todo el cosmos, alegando que con el veto a sus personas se vulneraban los derechos de un millón de electores. Muy humildes, desde luego, no son. "Esto es una discriminación, una violación gravísima", señalaron. Patalearon, protestaron y pusieron el grito en el cielo, pero no hubo manera: no superaron el dintel de la entrada. El Parlamento de Estrasburgo es un retiro dorado para los políticos de vuelta, pero sus rectores no son precisamente amantes del circo ni de los payasos.
El episodio tiene explicación. Ni Puchi (como escribe el maestro Ramón de España) ni Comín recogieron sus actas como europarlamentarios donde procede: en España, previo juramento o promesa de la Constitución. Esto es lo que dicta la ley, pero para la nueva banda de Tintín se trata de la prueba --irrefutable-- de que el virus franquista del Estado español se ha infiltrado en Europa, donde campa a sus anchas. Debieron advertírselo al vigilante de seguridad de la Eurocámara. Seguro que el hombre lo habría entendido.
Puigdemont & Cía insisten, parece que a la desesperada, en su campaña de propaganda para desprestigiar la democracia española, que ha tenido la generosidad --¿no será quizás una debilidad piadosa?-- de permitir a los políticos presos por el procés disfrutar del glorioso paseíllo hasta la Carrera de San Jerónimo, donde juraron como diputados --con la anuencia de los presidentes de ambas cámaras: Batet y Cruz-- antes de ser suspendidos de tal condición por las mesas del Parlamento y el Senado, no sin una cierta resistencia de la mayoría dominante en ambos órganos a aplicar la ley. No hay color: en Estrasburgo no pasan del recibidor; en Madrid, en cambio, cobran, pisan las moquetas y juran como les parece. Otra prueba del victimismo pantomima que practican los héroes de la "República" inexistente.
El portazo de la UE a Puigdemont & Comín no es el único varapalo europeo a la causa amarilla. Hace días el Tribunal de Derechos Humanos (TEDH) rechazaba por unanimidad la demanda que los independentistas presentaron contra el Constitucional por suspender el pleno del Parlament en el que Napoleoncito pretendía coronarse a sí mismo en la testa. El litigio, presentando a través de Andreu Van den Eynde, el abogado de Sor Junqueras, se ha saldado con el respaldo de la justicia europea a la decisión del tribunal español. Siete jueces --todos franquistas, sin duda-- rubricaron el dictamen. Por supuesto, ninguno ha sido perseguido por la turba amarilla que patrulla Cataluña, aunque su resolución haya disgustado a la habitual tractorada popular.
La operación para "internacionalizar el conflicto" no discurre últimamente en la dirección deseada. Sin dinero, no funciona. Además, cabe la posibilidad de que episodios similares a los de estos días se repitan cuando se dicte la sentencia del procés. Si ocurriera, entraríamos en un non plus ultra nacionalista. A las instituciones europeas no les tiembla la mano a la hora de aplicar la ley: un diputado electo que no respeta el procedimiento para tomar posesión deja automáticamente de serlo, aunque haya sido votado.
En Madrid, curiosamente, este principio no parece estar claro para el PSOE y Podemos. Quizás el fin del pulso soberanista esté más cerca de lo que todos pensamos. Puede incluso que se encuentre a la vuelta de la esquina. Lo veremos el día que los buenistas de las izquierdas plurinacionales (y parte de los dialogantes de las derechas, que haberlos, haylos) dejen atrás ese complejo, tan ibérico, de no querer parecer autoritarios y defiendan, sin dudar, la legislación vigente, esa vieja virtud de la Europa democrática.