La soberanía de Cataluña, según el independentismo y sus cómplices, reside en el Poble Català --uno, grande y libre--. Hasta ahora un obstáculo importante para culminar ese proyecto totalitario y excluyente ha sido que Barcelona sigue siendo una Jerusalén ocupada. Si tras las elecciones municipales del 26-M, y tal como sucedió durante la Primera Cruzada, Jerusalén es liberada, el separatismo habrá obtenido un triunfo tan extraordinario que, a buen seguro, eclipsará el montaje ilusionista del 1-O, y Barcelona podrá ser al fin la capital de una Cataluña (la suya) que, sin embargo, han entrado en franca decadencia.
En este contexto pseudobélico, mágico para los ilusos y ridículo para los desencantados, el nuevo desembarco catalán en la Villa y Corte madrileña tiene más de real que de simbólico. La primera constatación es que las instituciones catalanas se han desacreditado tanto que han sido jibarizadas, reducidas a un pin cuatribarrado de solapa. La segunda es que la única salida a la voladura por implosión que los procesistas ha hecho de la autonomía está en Madrid. Así, el mal llamado conflicto catalán se ha instalado con todos sus pertrechos en la sede de la soberanía nacional.
Pese a todo, dirán algunos que han ido a provocar. Las sonrisas complacientes y amistosas de Batet y Cruz hacia esos diputados en prisión preventiva demuestran que no habido provocación alguna. En todo caso, el desembarco es un gesto de rendición, adornado con la característica pataleta de niños consentidos en el momento de acatar la Constitución. Tal y como hiciera Ibarretxe, los políticos ultras han aceptado que Madrid es también la capital de Cataluña, como Barcelona podría ser la capital de España si de una vez por todas el Senado fuera trasladado allí.
Durante el primer día de esta nueva legislatura, el hemiciclo ha sido más un circo que un Congreso con diputados y diputadas. Los gestos simbólicos de unos y otros solo han demostrado que, pataletas y voceríos aparte, sus señorías están condenados a coexistir en un mismo espacio. Algunos españoles se han extrañado con los gestos amistosos de muchos diputados que dicen ser de izquierdas, incluidos los hiperventilados y protectores aplausos de Iglesias y su grey, hacia los prisis pilítiquis, síntesis representativa de totalitarismo catalanista. No debería causarles tanta sorpresa porque ya se sabe que el roce hace el cariño.
Si los ultras de Vox, de ERC o de Junts están convencidos de que para hacer política hay que montar numeritos, sería recomendable que el resto pudiese puntuarles para que al final del año se les concediesen premios o castigos según el nivel de ridículo que hubieran alcanzado. Es posible que canalizando sus despropósitos se diluya su intencionalidad, de otro modo las Cortes pueden contagiarse en exceso de tanta estulticia antidemocrática.
Entre tanto bochorno, que únicamente fomenta la desafección ciudadana y la abstención, ha quedado claro que el Estado español, social y democrático, conserva aún algunas fortalezas. Los dinamiteros de nuestro sistema constitucional han admitido que si quieren volarlo tienen que hacerlo desde dentro. Del resto de sus señorías depende que todo salte por los aires, empezando por los presidentes del Congreso y del Senado. All that jazz (empieza el espectáculo).