Parece que la nueva legislatura, que todavía no ha llegado a nacer, será federalista o no será. La filosofía (es un decir) de las dos tazas de Sánchez, el hombre con baraka, nos conduce a una etapa política nueva pero con los problemas de siempre. Toda una paradoja. Mayormente porque de novedosa no tiene demasiado --aunque así lo parezca-- y los asuntos que van a copar la agenda política van a ser exactamente los mismos --con las lógicas variantes de tiempo-- que España arrastra desde hace dos siglos: cómo cerrar de una vez un modelo de Estado que no esté condicionado ni por el centralismo ni por los nacionalismos. También son antiguas las supuestas soluciones, que parecen un remake del Día de la Marmota.

La apuesta del PSOE consiste en impulsar la construcción --desde las instituciones-- de un modelo de Estado federal inspirado en la famosa Declaración de Granada de 2013, para muchos obra unipersonal del difunto Rubalcaba, al que sus compañeros de escuadra adjudican desde su desgraciada muerte gestas políticas de tal calibre que a su lado palidecen hasta los padres de la Santa Transición, Suárez incluido.

Ya se sabe: los socialistas, además de una vocación pertinaz por reescribir la historia (casi siempre a su favor), son consumados maestros en el arte del relativismo moral, esa forma de traición elegante que algunos denominan pragmatismo político. La solución al problema catalán (que es el de todos), y cuya antesala es la designación como presidentes de la cámaras legislativas de Meritxell Batet y Manuel Cruz, consistiría en acometer una nueva aproximación tácita al independentismo por la vía de su negación, de manera que lo que va a ser un acercamiento indudable hacia sus posturas (insolidarias) parezca en realidad un alejamiento (categórico).

Para que este glorioso escabeche tenga el aspecto de un perfecto milagro democrático --pueden ustedes llamarlo concordia, diálogo o consenso--, es necesario, por supuesto, ponerle un nombre distinto a las cosas de siempre, disciplina en la que en el PSOE tiene a consumados creativos. El Estado asimétrico que viene --ésta es la pretensión real de los independentistas con cabeza; los descabezados ya no tienen remedio-- se convertirá así, por arte de magia, en la gloriosa España plurinacional, ese paraíso con florecitas de colores donde, según los socialistas y Podemos, unos van a gozar de privilegios a costa de otros que, por descontado, van a celebrarlo cantando con ellos hermosas canciones de campamento al calor de la lumbre.

No es lo peor: además es conveniente burlar a la Justicia. Dicho en sus propios términos: ser “generosos” con quienes se han saltado la Constitución --porque nunca tuvieron apoyos suficientes para reformarla--, y concederles indultos para que así podamos darnos todos, como hermanos, miembros de una Iglesia, la pax. Eso sí: siempre que todos aceptemos que en España deben existir ciudadanos de primera, con derechos diferenciales --que derivan de sus lejanos ancestros--, y otros que, por no ser suficientemente distintos, sino simplemente comunes, deben aplaudir ser menos que los demás. Iceta, el vetado, ha declarado a este respecto: “El doblete catalán en el Senado y el Congreso es un mensaje a toda España de que no todos los catalanes son independentistas”. Extraordinario descubrimiento, similar al del Mediterráneo.

El secretario general del PSC sostiene que los socialistas van a librar “esta carrera con las ideas y los compromisos”. Y el candidato a presidir el Senado, Manuel Cruz, elogia --desde Madrid-- a la “España diversa”. Mientras más nombres, adjetivos y declaraciones de intenciones usen para camuflar la cuestión más nítida resulta la estampa. El PSOE, que no se ha caracterizado nunca por defender ideas --sino intereses-- y menos aún por cumplir con sus compromisos --recuerden aquello de OTAN, de entrada, no--, parece decidido a consumar esta España desigual basada en derechos territoriales en lugar de civiles. Abajo la Ilustración, arriba el poder de las tribus. Ellos lo llaman federalismo: una hipotética tercera vía entre el inmovilismo cerril de las derechas y el rupturismo de los independentistas. Un cuento extraordinario.

En realidad, se trata de una fórmula convenientemente vacía, sin carga semántica, para que a unos les parezca que sólo se le va a cambiar el nombre a las autonomías aunque para otros signifique lo que es: la quiebra definitiva de la cohesión social en España. Justamente en esto consiste el problema: en la indeterminación del concepto que se plantea como la madre de todas las soluciones. El Estado autonómico, escenario desde el que los nacionalismos periféricos han fabricado el independentismo, ya quedó sin cerrar en la Constitución. Y, para arreglarlo, lo que ahora proponen los socialistas es el federalismo aéreo de quienes llevan cuatro décadas jugando a la mosqueta con sus propios valores: igualdad, solidaridad y justicia social. La cosa promete. Sin duda.