La política no fomenta la integridad moral. Algunos líderes no quieren saber que, cuanto antes dejen de hablar de terrorismo, más posibilidades tendrán de recuperar el sentido común y el voto. La guerra contra el terror adquirió dimensiones teológicas con el trío de las Azores. Con este salvoconducto, Aznar prefirió culpar a ETA del atentado islamista de Atocha. Y hoy, parece que su alumno, Pablo Casado, no ha aprendido del todo la lección: acusa a Sánchez, como se ha visto en los debates televisivos, de pactar con el terrorismo, después de diez años sin atentados de la banda.
Vaya por delante que a los asesinos debe negárseles el refugio moral de la coartada política; no podemos aceptar la normalidad que pretende Arnaldo Otegi, líder de Bildu, sobre el silencio de un pasado funesto. Pero el futuro se presenta despejado y niega la posibilidad de instalar el discurso político en el dolor, sobre todo por respeto a las víctimas, que han dado una lección de serenidad al negarse sistemáticamente a exigir una ley del Talión. Coincidir en el fondo ético de lo que debemos hacer frente al problema del terrorismo es la única forma de avanzar todos juntos. Hasta tal punto lo creo que hago mío aquel mensaje de Fernando Savater en el lejano Foro de Ermua: “Prefiero compartir la razón con Aznar que perderla a sabiendas para que no me confundan con él”. El filósofo dignificó entonces el culto a la verdad, desde trincheras distintas. No se encaramó tampoco contra de la Ley de Partidos que excluyó a Herri Batasuna del consenso democrático; y tuvo razón, porque aquella reforma legal acabó con el bucle melancólico del que hablaba Jon Juaristi, el vasco-español sin tapujos, que dirigió la Biblioteca Nacional.
¿Y Cataluña? Aquí, el mundo soberanista ha descosido con una sonrisa acanallada el cerco constitucional que nos protege y por este motivo está siendo sometido por los tribunales del Estado de Derecho, ultima ratio de nuestra convivencia. Hoy, con una Euskadi democratizada y avanzando en sus logros económicos y sociales, y una Cataluña situada de nuevo en el redil del iusnaturalismo romano, cabría pensar que España se reconocerá de nuevo en su diversidad. El propio Felipe VI defendió ayer “la manifestación de unidad en la diversidad”. Lo hizo en la entrega del Cervantes a la poetisa uruguaya Ida Vitale, donde subrayó la “asombrosa multiplicidad y apertura” de la lengua castellana a través de la comunidad que la comparte en la península y América. La diferencia es un vector de unión para un país hecho a pedazos en el que se han implantado todo tipo de soluciones: cantonalismos, derechos forales, federalismos, nacionalidades y naciones a secas. Ninguna ha funcionado del todo, es cierto, pero el constitucionalismo actual bebe en estas fuentes. Se aparta de la ambigua bisagra de Ciudadanos, pone tierra de por medio respecto a la recentralización aparente de Casado, y descarta a Vox “demasiado pronto”, al decir de los observadores europeos atemorizados por el voto al alza de la ultra derecha en todo el continente. Y así, ausente de los debates y sin ser aludido, es como Abascal cosecha votos entre el bienestar del bloque de izquierdas y el liberalismo de la derecha descentrada.
Hoy nos acostaremos con nuevos datos de la masacre en Sri Lanka, punto de inflexión de las destrucciones que se acercan, sin reivindicación ni siglas (acaso una autoría difuminada de Estado Islámico). Llega la última oleada del terror, la que no tiene dueño aparente y utiliza armas cada día más sofisticadas, pero aparentemente arcaicas. Esta vez le ha tocado a la nación de Cingareses y Tamiles, mañana será de nuevo el Asia Central de sunitas y chiítas.
Los últimos y más temibles aldabonazos europeos no han sido las carnicerías islamistas en el Paseo de los Ingleses de la Croaset de Cannes ni el atropello masivo en las Rambla de Barcelona porque, con ser los más sanguinarios, no han sido los más desestabilizadores. El terror antieuropeo duerme en raíces nacionalistas y étnico-religiosas, donde opera la marca desafiante desde el lejano sacrificio de Sarajevo a cargo de las milicias bizantinas de Belgrado hasta la extrema derecha nacionalista italiana en el atentado de Macerata a cargo del neonazi Luca Traini y excandidato de la Lega Norte. Este último fue reinterpretando por Matteo Salvini (hoy ministro, mañana Duce), como “el resultado de la inmigración descontrolada”. El terror dictará como siempre sus propias normas, pero el nacionalismo teocrático de los Balcanes o el falsamente republicano del procés serán siempre el humus de su recreación, por más que los líderes catalanes, hoy juzgados, exijan a sus bases una revolución cívica y pacífica. La nación pone en marcha automáticamente la viril testosterona de sus héroes y el arrojo de sus heroínas. Basta con citarlos a defender la República en oleajes masivos imposibles de predecir o hacer llegar sus mensajes a rencores individualizados que hierven en la sangre de sus peligrosos mártires.
¿Y qué es lo más sorprendente? La ambigüedad de la izquierda, Comuns, colauistas, izquierdistas de frontera y demás tribus del mismo pelaje, que no aceptan ninguna afrenta contra el nacionalismo, aunque este masacre los derechos del resto. Javier Cercas dice en su columna semanal que en Cataluña “urge una izquierda de verdad, inequívocamente antinacionalista e inequívocamente de izquierdas”. Llegará con el fin de la mistificación, con la desacralización del delito de quienes hoy todavía dan lecciones de democracia desde el banquillo de los acusados. El escritor cita a la filósofa Donatella Di Cesare, quien propone analizar los acontecimientos desde una óptica mundial. Y su deseo tiene la respuesta de Borja de Riquer, que acaba de presentar su Historia mundial de Cataluña, la deconstrucción historiográfica en línea con su correspondiente francés, Histoire mondiale de la France, dirigida por Patrick Boucheron, el intelectual que describe la “historia como una forma de pensar contra uno mismo”. Es el fin del mundo ensimismado del soberanismo catalán. Se aproxima el Termidor.