Los sacerdotes de la Santa Constitución, que forman una galaxia compleja y contradictoria, con sensibilidades y opiniones para todos los gustos, igual que en las antiguas boticas, son tipos curiosos. Amparados en los galones académicos, y a veces sin ellos, son perfectamente capaces de decir una cosa y la contraria sin pestañear. En esto los ilustres constitucionalistas se asemejan a los economistas, esos gurús prestos a explicarte, sin dudar ni un punto, como diría Cervantes, los motivos exactos por los que sus diagnósticos erraron, de forma que sean las circunstancias --y nunca ellos-- las que soporten el descrédito. El refrán sostiene que la ignorancia es osada. Es verdad. Pero no menos que el conocimiento interesado, que campa a sus anchas por las universidades y los foros políticos de las Españas.
Últimamente hay quienes vuelven a predicar con relación a la crisis catalana terceras vías basadas en un diálogo que --insisten-- es “el único camino” para superar los dos extremos del problema, identificados con los conceptos de negacionismo y ruptura. Esta propuesta se presenta con una candidez mayúscula, aunque responde a una maldad evidente: encallada la vía unilateral, ¿qué otra forma existe de obtener lo mismo por medios diferentes? Por supuesto: una negociación “franca y sincera”.
Van a oír todavía mucho este mensaje en los siete días que restan de campaña: diálogo en lugar de imposición, España plurinacional versus centralismo and all these stuff. Eufemismos para insistir en lo mismo: hay que negociar un referéndum en Cataluña para salir del estancamiento. La idea, básicamente perversa, supone recompensar --incluidos los indultos-- a quienes han violado el marco constitucional con pleno conocimiento de causa. Como si las decisiones políticas no tuvieran consecuencias o para discutir una reforma constitucional el método más efectivo fuera violar la Carta Magna.
El tercerismo que viene, sobre todo si este domingo PSOE y Podemos suman con los independentistas, no es, sin embargo, uno, sino muchos distintos. Toda una familia. No está nunca claro de cuál estamos hablando. ¿Del tercerismo de los federalistas, que proponen cuarenta años más tarde el mismo delirio juvenil que no lograron en el 78? ¿Del tercerismo catalanista, que hacía una cosa con la mano derecha y otra con la izquierda? ¿De un tercerismo populista que promete lo imposible? El desconcierto es total.
Nos parece un motivo suficiente para que, si nuestros políticos fueran prudentes, dejaran de plantear una reforma constitucional para la que ahora no existen ni consenso ni mayorías sólidas, sino sólo un océano de mentiras y demagogia. En la estupenda entrevista que María Jesús Cañizares le ha hecho a Meritxell Batet (PSC), la ministra de Política Territorial lo expone así: “Imponer el marco constitucional a quienes lo rechazan no es la solución”. Curiosa respuesta por parte de la representante de un Gobierno cuya obligación es justamente cumplir y hacer cumplir la ley.
A Batet parece preocuparle más el avance del independentismo --que adjudica en exclusiva al PP-- o la alianza Cs-Vox que los episodios de radicalismo totalitario que ocurren todos los días en Cataluña. La causa de lo primero --el matonismo del soberanismo-- no se debe a la idea ancestral de España de los sectores conservadores que representa el PP. Su origen es otro: la política, practicada por Felipe González, Zapatero, Aznar y Rajoy, de entregar el porvenir de todos los catalanes al nacionalismo de campanario. Antes, para repartirse a medias el presupuesto y las comisiones inherentes a su gobierno. Ahora, para reformular el Estado autonómico, consolidando una asimetría territorial que ya existe de forma tácita.
En el mensaje electoral del PSOE --diálogo dentro de la ley-- hay una trampa conceptual: cualquier tipo de negociación entre la Moncloa y el independentismo no puede respetar el marco constitucional por la sencilla razón de que su objetivo es precisamente alterarlo para --en el mejor de los casos-- dar una salida política a los soberanistas, atrapados con su propio juguete. Ni es una solución ni tampoco es inaceptable. La ley, al contrario de lo que sostiene la ministra de Política Territorial, no es una imposición a la sociedad. Es el instrumento del que se dota cualquier democracia para garantizar la convivencia. No apreciar la diferencia es motivo para que la candidata socialista no salga más de casa. Y, sin embargo, encabeza la lista del PSC al Congreso por Barcelona. Todo bien.
El plan del sanchismo para desbloquear la situación en Cataluña tiene algo de juego académico de ingenio. Sus líneas generales están inspiradas en la denominada Fórmula Caamaño, diseñada por el exministro de Justicia de Zapatero. Tiene dos fases. La primera es una modificación integral del Estatut, acometida bilateralmente y de espaldas al resto de autonomías. La segunda consiste en una reforma constitucional a la carta. La táctica consistiría en desvincularla de la cuestión catalana bajo la forma de una ponencia general que, sin embargo, permita en paralelo una reforma exprés del artículo 92.1 de la Carta Magna, que no implique a disolver las Cortes, para facilitar una consulta en Cataluña.
Obviamente, no se votaría la autodeterminación, sino un señuelo: el grado de satisfacción de los catalanes con el autogobierno. El independentismo lograría así un instrumento legal para satisfacer sus deseos y el Gobierno socialista contaría con el argumento definitivo para dar carta de naturaleza a una reforma constitucional en dirección a lo que algunos denominan federalismo y, en el fondo, no es más que la constitucionalización de una España desigual.