Pedro Sánchez o su genio de la comunicación no andan finos en materia de debates. Cometieron un error al rechazar la convocatoria de la televisión pública y han caído en otro al querer arreglar el primero aprovechando la negativa de la Junta Electoral a una cita en la que participaba Vox, un partido cuya representatividad está por demostrar. El resultado es que ahora el PSOE ha creado un cierto sentimiento de despecho en los canales de Atresmedia y esto no es bueno en plena campaña. Creyó haber dado con una fórmula espectacular de visualizar el frente de derechas y se dio de bruces con la legislación vigente.
Un debate difícilmente va a cambiar el curso de la campaña y mucho más si no es un cara a cara en el que es posible conseguir una brillante escena de duda, ridículo o estupor del adversario con un buen gancho dialéctico. Un plató con cuatro o media docena de candidatos en busca de su minuto de gloria no es lugar para triunfar, más bien para fracasar, para igualarse todos en la superficialidad y la desconsideración de las propuestas de los contrincantes. Todos acuden hábilmente preparados para interrumpir al resto de intervinientes para impedir que nadie consiga articular una argumentación comprensible, en estas condiciones, salir ileso de este tipo de espectáculos políticos es ya una victoria. Aunque siempre habrá quien crea que colocar una frase ocurrente en este pantano de voces va a cambiar su suerte en las urnas.
El respeto a la pluralidad y a la representatividad popular tienen unas exigencias que no casan con el espectáculo audiovisual, alguien tiene que decírselo a la Junta Electoral en forma de nueva legislación de las campañas electorales y este mismo alguien, el Congreso de los Diputados, deberá encontrar la manera de compatibilizar el interés de los debates públicos para audiencias masivas con la exigencia democrática de contraposición de todas las propuestas que se someten a escrutinio electoral. No tiene pinta de ser cosa sencilla, pero no sería justo dudar preventivamente de la capacidad de los diputados para dar con la fórmula, sobre todo si se la plantean de forma seria y en un periodo suficientemente alejado de cualquier convocatoria para evitar interferencias coyunturales.
De momento, el interés del debate es el debate en sí mismo, como episodio de campaña para comprometer a la competencia; desde la elección del medio donde celebrarlo, a los capítulos a tratar o el número y la jerarquía de los participantes. Además de la conveniencia de su celebración en función de las circunstancias políticas y demoscópicas y de la estrategia decidida de antemano por los sabios. También habría que considerar el estado de ánimo del candidato para enfrentarse a una escena que suele tener más riesgo que ganancia, especialmente para los que encabezan los sondeos. De este conjunto de factores nace el lío de Sánchez y su equipo.
Tenía sentido promover un debate en una cadena privada con la presencia del lobo feroz para retratar a sus posible socios de gobierno y así conmover al elector progresista de los muchos peligros que se avecinan y de la fortaleza del presidenciable llamado a impedirlos. Sin embargo, la iniciativa tenía que haber previsto la compensación audiovisual a los marginados de la pantalla, que en definitiva es lo que mueve a los impulsores del recurso, tener su cuota. Además, para evitar perjudicar el prestigio de la televisión pública hubiera sido prudente asumir un segundo debate siguiendo los cánones vigentes de la estricta representatividad. Una lata, claro. Pero tal vez así se hubiera conseguido el primer objetivo, el que daba satisfacción al plan estratégico de los socialistas. Haciéndolo a la brava, ha salido mal. Y todavía queda por ver cómo se desarrollará el debate.