Debió ser a mediados de los setenta, que la memoria juega malas pasadas. Pero creo tener la certeza de que el PSUC aún no había sido legalizado. Antoni Gutiérrez Díaz, secretario general, llegó tarde a una reunión del Comité Ejecutivo. La explicación de la demora fue escueta: “Disculpad pero acabo de afiliar a un independentista”. Ante el estado de catatonia y la cara de perplejidad de sus camaradas, aclaró: “Si tenemos cristianos, porque no vamos a tener independentistas”. Y añadió: “Mientras no nos ganen por mayoría”. En mala hora lo dijo.

Aquel independentista, ya no tan joven promesa del pasado, era Rafael Ribó i Massó, hijo del secretario de Francisco Cambó. Poco podía imaginar Guti que aquel fichaje sería, apenas doce años después, el enterrador del PSUC y colaborador necesario actualmente, en calidad de Síndic de Greuges, de Quim Torra en una de las astracanadas más impresentables de este delirante guirigay que es el procés.

Creíamos haber agotado la capacidad de sorpresa, pero con el procés siempre hay un resquicio para el estupor. El episodio visto estos días con los lazos amarillos, ya no es comedia ni vodevil, sino una farsa en tres actos: te cuento, tú dices y yo acato. Formidable: después de pasar el muerto a los consejeros para que actuasen según lo que creyeran oportuno, se pone en escena una obra con dos histriones: Quim Torra y Rafael Ribó. Una especie de extraña pareja. Película ¡Ay Dios! de 1968, en la que Jack Lemmon y Walter Matthau daban vida a dos personajes que simbolizaban orden y desbarajuste, amigos cuya convivencia se tornaba difícil. Toda una alegoría de lo que hoy vivimos. Años más tarde, Joan Pera y Paco Morán, un tándem de catalán y charnego, imagen de dos Cataluñas, la interpretaron durante años en Barcelona. La diferencia es que aquello era pura comedia y hoy los dos protagonistas parecen entenderse bastante bien para encarnar una soberana tomadura de pelo adobada de una gran dosis de pretendida astucia. Sin que falte el cameo de un personaje secundario: Jordi Sànchez, el preso candidato, a quien Torra pidió un tuit de apoyo que no faltó a la cita: “Gracias Presidente por escuchar al Síndic”. Faltaría más: fue su adjunto durante cinco años. Ni que se hubiesen coordinado vía Skype. 

Rafael Ribó lleva ya quince años de Síndic; Quim Torra un año que pesa como un siglo. El segundo utiliza un despacho en el Palau de la Generalitat, sin poder acceder el que corresponde al president porque el gran líder de Waterloo se lo tiene vedado; el primero dispone de un edificio singular, herencia del Art Deco, con interior de ribetes palaciegos después de una obra de remodelación que se licitó por casi seis millones de euros hace diez años. El primer libro del president data de 2007, Ganivetades suisses; el Síndic se estrenó cuarenta años antes en una obra colectiva de apasionante título: Stalin, el marxismo y la cuestión nacional (Alfaguara).

En esto de quitar y poner símbolos en edificios públicos hemos adquirido una gran experiencia, con tal de tensar la cuerda y hacer el ladino. Después del primer acto del vodevil de estos días, la Generalitat colgó una nueva pancarta blanca con un trazo rojo que recordaba la camiseta del Rayo Vallecano. Quim Torra podía haber hecho suya arteramente la idea de Ruíz Mateos sobre la abeja de Rumasa que decía le recordaba “constancia, eficacia y actividad”. Al final, en la fachada de la Generalitat luce una pancarta en blanco impoluto. Ya lo dijo Jordi Sànchez: “Hagamos del blanco un color excepcional”. Ignoraron que el blanco es color de luto habitual en países de Asia y poblaciones budistas, vinculado a la palidez de la muerte. Mal augurio es para el procés.

Y mientras tanto, ¿qué hacen? Pura gesticulación, ahondar las divisiones internas (el esperpento no ha provocado hilaridad precisamente en ERC) y promover las externas. Una treintena de organismos públicos están pendientes de renovación, desde el Consejo de Garantías Estatutarias hasta la Sindicatura de Cuentas, y más de un centenar de sus integrantes siguen en funciones tras haber agotado el mandato, incluido Rafael Ribó. Un destacado exconsejero de Generalitat comentaba recientemente que, antes, las reuniones del Govern duraban tres o cuatro horas; ahora, apenas media: para qué malgastar más tiempo. Se ha perdido el sentido institucional y lo único que se hace es incentivar una polarización silenciosa, madre de una violencia latente que unos disfrutan con estrépito y otros sufren con sordina. Cuando las ideas se mutan por símbolos, se identifica sobre todo a quien no lo porta. La consejera de Cultura, fiel discípula del gurú de Waterloo, ha dicho que los lazos amarillos representan a la parte de Cataluña que está por la defensa de los Derechos Humanos. Tal vez, el Síndic podría o debería actuar de oficio ante la vulneración de un derecho fundamental, el de cuantos hemos quedado orillados de esa defensa cual apestados, la mitad de Cataluña.