La Unión Europea cada día está más harta de Gran Bretaña y ya ni se toma la molestia de disimularlo: la frase que titula este artículo acabará siendo pronunciada, tarde o temprano, por algún miembro destacado de la UE. Como a Theresa May no le dan la razón ni los suyos, la cosa se va alargando hasta que los británicos consideren que el trato con ese continente que desprecian les salga a cuenta. Hasta entonces, a seguir tocando las narices y a no ponerse de acuerdo en nada. No parecen conscientes de que esta bronca la iniciaron ellos con un referéndum en el que se impuso, por muy poco, el supremacismo de quienes creen estar rodeados de idiotas y consideran que en su aldea de Asterix se apañarán mejor sin injerencias foráneas. ¿Que se quieren largar? Pues que se larguen. Total, siempre han estado con un pie dentro y otro fuera, como si nos perdonaran la vida a los demás o nos hiciesen un tremendo favor dirigiéndonos la palabra; y si quieren vivir física y mentalmente aislados, pues allá se las compongan.
Lo más irritante del asunto es que los millones de británicos que agradecerían un segundo referéndum para evitar las consecuencias del tiro en el pie que les dispararon los euroescépticos en el primero no parecen tener a nadie que los represente. En el parlamento solo se habla de plazos, condiciones y a ver qué les sacamos a esos merluzos antes de largarnos, pero sobre el posible nuevo referéndum hay un silencio sepulcral. Sobre todo, porque quien más debería estarse partiendo la cara para conseguirlo, el marxista tronado Jeremy Corbyn, no está haciendo nada al respecto.
Nos quejamos, con razón, de la influencia en Europa de derechistas siniestros como Matteo Salvini, Marine Le Pen o Viktor Orban, pero nos olvidamos de la pandilla de izquierdistas no menos siniestros en la que militan personajes como Pablo Iglesias, Jean-Luc Melenchon o el propio Corbyn, bolcheviques de estar por casa que reniegan de “la Europa de los banqueros que no tiene en cuenta las necesidades del pueblo”. Nadie ha dicho que la Unión Europea sea una maravilla de justicia y paz basada en la fraternal relación entre los estados que la componen. Todos sabemos que la cosa comenzó llamándose Mercado Común y yendo, básicamente, de monises. Tampoco se podía esperar mucho más de una serie de países viejísimos en la que todos han estado en guerra con alguno en determinado momento de la historia. Pero algo había que hacer para no caer en la irrelevancia a la que nos conducen, no muy sibilinamente, las grandes potencias mundiales, Estados Unidos, Rusia y China. Ya se sabe que la unión hace la fuerza, ¿no?
Ante el regreso del fascismo a Europa, la izquierda debería hacer algo más que entorpecer la evolución de un estamento como la UE, imperfecto, obsesionado por el dinero y todo lo que ustedes quieran, pero que parece ofrecer más ventajas que desventajas. En el caso británico, la izquierda debería haber tomado partido por la UE frente a los que aún creen vivir en tiempos de la reina Victoria, cuando Britania controlaba las olas. Actualmente, Britania no controla ni las olas del mar ni a la pandilla de delincuentes que domina la City londinense y que no resistiría una auditoría europea. Ciertas instituciones del país -como el NHS, la seguridad social local- se caen a trozos mientras es imposible alquilar un piso en Londres a precios asequibles. Si el inglés es la lingua franca del presente se debe a que la hablan los estadounidenses, no sus primos de ultramar. Si el Brexit no se pone en marcha ni a tiros es porque se ven venir la crisis, la penuria económica y toda una serie de problemas que se podrían haber evitado prescindiendo de esa arrogancia perdonavidas que llevó al triunfo a los partidarios del Leave.
Jeremy Corbyn, el progre oficial que debería trabajar por un segundo referendum, no da un palo al agua porque, en el fondo, me temo que comparte con los tories el desprecio al continente y la superioridad moral, aportando una quimérica versión de Europa para no comprometerse con la real, que tal vez no sea gran cosa, pero peor se está fuera.