Ya nadie duda de que la economía europea está en una situación delicada. Tenemos debilidades que más pronto que tarde acabarán afectando a España. Se acerca tormenta económica y nuestro gobierno debe estar preparado para que los españoles se mojen lo menos posible. Las previsiones de crecimiento de la OCDE para la eurozona han sido recientemente revisadas a la baja (del 1,8% al 1%). Francia y Alemania se estancan, Italia entrará en recesión en pocos meses. El sector del automóvil y la nueva normativa de emisiones, el Brexit, la guerra comercial EEUU-China, el elevado endeudamiento mundial, la subida del petróleo y la reducción progresiva de la política monetaria expansiva del BCE nos acabarán pasando factura.

Las profundas reformas estructurales y los ajustes presupuestarios emprendidos por el gobierno de Mariano Rajoy aún nos permiten crecer y aguantar ese contexto económico negativo a nivel global. Pero la herencia no durará mucho tiempo. Tenemos cierto colchón, eso es cierto, pero la “hucha” si no la repones se acaba. La economía española tiene riesgos latentes que el gobierno debe medir, contrarrestar y minimizar. Desde luego, no podemos ser catastrofistas, pero no nos podemos relajar lo más mínimo. Si lo hacemos los españoles lo volveremos a pasar realmente mal.

Negar la enfermedad sólo nos llevará a sufrir peores consecuencias. Desde que Pedro Sánchez accedió a la Moncloa, después de cambiar el colchón, ha gobernado desde el Falcon con base en medidas populistas y electoralistas para consolidar su liderazgo, agigantar su figura y para pagarle a sus socios el precio del apoyo de la moción de censura legal pero inmoral. Tras 10 meses de gobierno, podemos afirmar sin exagerar que España es un país que cada día crece menos y sufre una inseguridad jurídica, institucional y regulatoria típica de un país no desarrollado.

El Gobierno de España no ha sido capaz de sacar adelante los presupuestos generales del Estado y gobierna desde hace meses a golpe de decreto. Nadie conoce las líneas maestras de su política económica. Hace de la improvisación su modo de actuación. No ha tomado ni una sola medida de calado para reducir el déficit público ni para potenciar la competitividad de las empresas españolas. No se le conoce ni una sola medida que favorezca a la España que madruga, muy al contrario, se ha embarcado en la creación de diferentes impuestos (cambios en sociedades, gravar dividendos obtenidos en el extranjero, tasas a las tecnológicas, al diésel, subidas en IRPF, rentas del ahorro, tasa a las transacciones financieras, incrementar un 1% el impuesto de patrimonio, aumento de los seguros sociales de los autónomos) y cargas sociales y burocráticas que siempre acaban pagando los mismos.

Otros ejemplos de su política de bandazos son la guerra que ha emprendido el gobierno contra el sector del automóvil (9% del PIB), en la ley de alquileres, en la regulación del taxi y la VTC, la subida no pactada del salario mínimo, sus intentos por cambiar una reforma laboral que en España ha permitido crear millones de empleos durante el gobierno del PP o su incapacidad para reducir a la mínima expresión la incertidumbre económica que genera el procés. En definitiva, esta política de vaivenes sólo forja inestabilidad, falta de confianza y lastra la inversión de los agentes económicos que crean empleo.

En España casi 14 millones de personas perciben rentas vinculadas al sector público (pensionistas, parados con prestación y empleados públicos) mientras que poco más de 13 millones trabajan en el sector privado. Cada vez hay menos trabajadores en el sector privado pagando más impuestos para sostener a más personas dependientes de las administraciones públicas. Este no es el mejor camino para que España sea un país competitivo en un mundo tan absolutamente globalizado. Así no se garantiza la sostenibilidad de las cuentas públicas ni se aseguran nuestras pensiones. No se le pueden cargar más las espaldas a la gente que trabaja en el sector privado, de lo contrario esto será fuente de gran conflictividad social en el futuro.