No es que Celestino Corbacho se haya pasado al centro, es a que ya estaba instalado en él. Es un veterano sin recompensa en el furgón de cola del socialismo hiperrealista, que no supo detener a tiempo a la marea indepe, gestada incluso en su propias filas. El ex ministro de Trabajo de ZP, fue el capitán entre capitanes de la era Montilla; uno de los que mejor jugó las dos cartas del PSC: España federal y respeto institucional. Expresa con exactitud tardía el rechazo a los populismos, y la esperanza de un constitucionalismo en la política municipal compartida por muchos.
La precampaña de las generales se dirime de momento en la cultura de lo diurno. Será en abril, cuando abriremos palacios de deportes y grandes aforos para sumergirnos en las voces de fondo de la industria del placer. Para entonces, los mítines se impondrán al león de la Metro-Goldwyn-Mayer y hasta serán capaces de ensombrecer al clásico de nuestro futbol. Se habrá jugado la primera parte de las municipales y europeas y sabremos ya si Corbacho tiene capacidad para enjuagar el pasivo de Valls, su falta de territorialidad penalizada por los sondeos (pese a que a algunos nos encanta precisamente eso, su levedad, el alma que no se ampara ni con un entronque sentimental de linaje farmacológico). Hasta el 28 de abril, que abre el año electoral, Corbacho será una promesa de llave maestra para la candidatura internacional de Barcelona, aunque sea todavía la force de frappe encallada entre las dos orillas (socialismo y liberalismo). Atesora lo mejor del Área Metropolitana, la obra maragalliana que destrozó Jordi Pujol tratando de insuflar su iconografía de Pica d’Estats y Jocs Florals, acompañado de viudas ilustres y mitras de las que protegen su hombruna sodomía tras el secreto de confesión.
En su etapa como alcalde de Hospitalet, Corbacho dejó perlas como el soterramiento de Gran Vía a su paso por el municipio vecino; concretó el logro de la Plaza Europa como nuevo centro de negocios; selló la nueva Ciutat de la Justicia y dio un paso de gigante con Fira 2000, sede del MWC. ¿Quién mejor que él para empujar a la plataforma Barcelona Capital Europea de Valls? Empujar digo, no liderar. Y más en un momento en que Nuria Marín alcaldesa actual de Hospitalet sigue el plan (PDU) frente a las reticencias territoriales de los partidos populistas (ERC, PDeCAT y la propia Colau, edil de titubeos ecológico-acomodados), siempre dispuestos a salvar la última reserva india para rodear Barcelona de fincas agrícolas y levantar muros de tradicionalismo rural, de casetes i hortets fieles a su asilvestrada clientela. Con Ada Colau y Ernest Maragall (el tete va primero en los sondeos) volvemos a la Barcelona pairalista derrotada por Rius i Taulet en la Exposición Universal, combatida por la modernidad radical de Le Corbusiere y por el buen gusto del pabellón Miess van Der Rohe. Hoy, el sello estético del urbanismo barcelonés cuenta con los logro contemporáneos de profesionales como Bonell, Torres, Bofill, Mirales, Mateo, Aranda, Tusquets, Vilalta, Llinas o Badía, entre otros. Y me quedo cortísimo en la incesante nómina de los arquitectos que han poblado la ciudad de iniciativas singulares, y que, en su mayoría, descartan las obras ensimismadas que pretende el independentismo.
Retrato de Celestino Corbacho
El ex primer ministro francés y candidato al Ayuntamiento de Barcelona, con el apoyo de Ciudadanos ha comparecido esta semana junto a Corbacho para lanzar su mensaje de “recuperación” de una ciudad deteriorada, sin liderazgo, con una alcaldesa populista que ha supeditado su proyecto a la radicalidad del mundo soberanista. Valls se opone a la teología nacional-catalana. Hasta aquí muy bien, pero no sé si entiende que precisamente el nacionalismo ha hecho de su guerra contra España una forma de combate figurado en el que no caben (¿todavía?) las máquinas de destrucción, pero sí el silencio contrito de los convocados al baile de máscaras. Las instituciones civiles (ANC y Òmnium) esperan recibir, con banda de música y confeti, a sus héroes en manos del Supremo. Valls debe saber que unas gotas de cosmopolitismo no bastan para ganar la partida al procés; hay que combatir la violencia moral implícita en las verdades teologales del soberanismo, que juega a la evanescencia (nadie sabe de dónde salieron las urnas; nadie reconoce que la declaración de independencia lo era realmente,..). El procés sabe cubrir ornamentalmente la cara indócil de su desafío, como quiso hacerlo De Gaulle, dispuesto a hacer marchar los tanques sobre la Avenida de los Campos Elíseos, cuando los adoquines de aquel Mayo llegaron a ser más altos que las azoteas.
No se puede combatir al nacional-populismo tratándolo de garbancero frente al cosmopolitismo del candidato parisino. Eso no basta; el demonio está en nosotros y, si no espabilamos, pronto seremos estatuas de cera de Madamme Tousard. Todos llevamos dentro a un teniente Trota, el primero en bajarse del imperio, tras la muerte de Francisco José (La marcha Radetzky, de Joseph Roth), como nosotros lo haríamos de la UE, si al final perdiéramos ciudades como Barcelona.