Concepción Arenal, pionera del feminismo
No bien comprendida en su tiempo, hoy en cambio, es referente ineludible de la lucha social y de género
30 diciembre, 2018 00:00Concepción Arenal fue una mujer singular cuya vida de 73 años (1820-1893) dejó el legado de un conjunto de inquietudes sociales y expectativas de replanteamiento de los roles masculinos y femeninos. Gallega, de El Ferrol, ha sido objeto de múltiples estudios de valor muy relativo (desde los más inmediatos de su muerte de Alarcón, Correal, Casas Fernández, y hasta un pequeño ensayo de Clara Campoamor) a los más sesudos acercamientos a su figura en los años 60 (Risco, Tobío), 70 (Campo Alange) y sobre todo los 90 (Lacalzada, Santalla). Pero nadie había penetrado en su vida y obra como lo ha hecho recientemente Anna Caballé en un libro magistral (Taurus-Fundación March).
En la gallega Arenal, están presentes una serie de emociones que ella fue proyectando en gota a gota dosificado a lo largo de su vida. La primera fue su propio sentido de la independencia asumido ya desde su adolescencia, con formato de mujer, vestida con pantalón y botas "severa pelirroja de ojos azules y donde nunca se hospedaba una sonrisa". Ella aspiraba, como dice Caballé "a desprenderse de sus adherencias afectivas y sociales inscritas en el código femenino", dedicándose al cultivo intelectual. Se casó (y fue feliz) con el abogado Fernando García Carrasco. Él tenía 40 años, ella 28, él murió en 1857. Fue, pues, 36 años viuda, con tres hijos de los que pronto se le murió uno de ellos. Su hijo Fernando, ingeniero, jugó un papel fundamental en la edición de sus obras. Su vestimenta rara la convirtió en objeto de comentarios irónicos machistas respecto a su lucidez mental. Su pantalón no fue, como en el caso de George Sand, un medio para integrarse mejor en el ámbito masculino, sino una declarada fuga del arquetipo de inserción social femenino. Su ropa, sobre todo después de la muerte del marido, se hizo decididamente talar, especialmente sobria, como si quisiera evadirse de cualquier convencionalismo social.
Nunca fue una mujer especialmente sociable, aunque tuvo algunas buenas amigas (la condesa de Mina, una de ellas) y amigos (como el violinista Jesús Monasterio). Se fue retrayendo progresivamente ante el impacto de la muerte, muy propio de los tiempos que le tocó vivir (su padre murió cuando ella tenía nueve años, con su madre se llevó siempre mal, enviudó pronto, murió un hijo...) y con la decepción progresiva a cuestas en los diversos entornos en los que vivió. Nunca salió de España aunque pudo enviar algunas ponencias a coloquios internacionales como el de Estocolmo y su personalidad fue, desde luego, conocida fuera de España. Su libro Manuel del visitador del pobre fue traducido al polaco, inglés, italiano, francés y alemán. Su capacidad de independencia no le privó de conectarse bien con la red del pensamiento político liberal de la época: los Olózaga, Azcárate, Castro, la Pardo Bazán --aunque con ésta no se llevó demasiado bien-- los hombres del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza, la generación de los sueños liberales de cambio social y político a partir de la muerte de Fernando VII.
Su apuesta ideológica fue la promoción de la asistencia social, la reivindicación de la dignidad humana en el mundo carcelario, su conciencia ética proyectada especialmente hacia la compasión, diferenciando bien lo que es beneficencia, filantropía y caridad. Trabajó en el fomento de las virtudes cívicas, acercándose en ese sentido a lo que difundía el utilitarismo social de Bentham. Su labor concreta en las conferencias de San Vicente de Paúl fue extraordinaria con un descenso hacia el pesimismo fatalista del “¿mi vida a quién le importa?”, “nadie me escucha”. Los cargos políticos que recibió (inspectora de cárceles de mujeres) nunca acabaron de consolidarse.
Su proyecto social lo desarrolló colaborando con conservadores como el senador Francisco Lastres y sus viejos amigos liberales. Nunca fue sectaria, sus estudios penitenciarios los publicó en plena Restauración, y siempre tuvo buena relación con los sectores progresistas de la Iglesia. Ciertamente, nadie le puede negar un puesto entre las mujeres pioneras del feminismo, un feminismo triste, todavía inmaduro. Defiende la incorporación de la mujer al trabajo pero considera que la mujer no está capacitada para la política ni para la guerra, la considera especialmente apta para la enseñanza y se queja del trato que reciben las monjas que asisten a clases públicas. Defiende la necesidad de la educación física femenina: “No puede haber orden económico ni equilibrio mientras que la mitad del género humano tenga que depender de una herencia, del sustento familiar, la limosna o arriesgarse al hambre o al extravío”, “es un error grave y de los más perjudiciales inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa o madre. Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad independientemente de su estado y persuadirse de que soltera, casada o viuda tiene derechos que cumplir, dignidad que no depende de nadie, un trabajo que realizar e idea de que es cosa seria, grave, la vida y que se si se la toma como un juego ella será indefectiblemente un juguete”.
Su percepción de los varones es pesimista como refleja su Estado actual de la mujer en España publicado en 1895, dos años después de su muerte: “Puede decirse que el hombre, cuando no ama la mujer y la protege, la oprime. Trabajador, la arroja de los trabajos más lucrativos. Pensador, no le permite el cultivo de la inteligencia. Amante, puede burlarse de ella. Y marido, abandonarla impunemente. La opinión es la verdadera causante de todas estas injusticias porque hace la ley o porque la infringe”.
Una mujer nada simple, de perfiles a veces contradictorios, luchadora implacable por la causa del progreso social y los derechos de las mujeres. No bien comprendida en su tiempo, hoy en cambio, es referente ineludible de la lucha social y de género.