España hace tiempo que dejó de ser un país rico y hegemónico. Durante el siglo XX transitó más cerca de la pobreza que de la riqueza y solo la incorporación a la Unión Europea le hizo ser miembro de un club de ricos, aunque se sienta en la segunda mesa, quedando la tercera para los incorporados desde el este. Nuestro PIB per cápita es un 27% inferior al francés y un 37% por debajo del alemán algo que también se refleja en los salarios. El salario medio en España es un 18% inferior a la media europea, un 30% inferior al francés y un 40% inferior al alemán. Nuestro posicionamiento es de un país de salarios bajos y gracias a ello captamos inversión extranjera y vienen tantos y tantos turistas. Desde la cerveza a los restaurantes con tres estrellas Michelin todo cuesta menos de la mitad aquí que en Paris.
En el otro extremo está Islandia, con el segundo salario medio más alto del mundo, 74.000 euros al año, tres veces el español. Islandia carece de recursos naturales más allá de electricidad barata, pero su estrategia de salarios altos le permite importar todo aquello que necesita. En coherencia su turismo es de alto poder adquisitivo.
España no puede subir salarios alegremente sin repensar su posicionamiento integral en el mundo. Pero subir el SMI no es, ni mucho menos, una tragedia. Hoy afecta directamente a poco más del 4% de la población activa. Cuando suba a 900 euros al mes afectará aproximadamente al 10% y no se prevé un contagio masivo, el salario medio no subirá el 22% de manera automática ni mucho menos. Los efectos directos los verán quienes se vean beneficiados por esta medida, pero también quienes vean incrementada la precariedad de su trabajo. El mundo real también se compone de pequeños negocios en los que la subida del salario mínimo puede que se traduzca en (falsos) contratos de jornada parcial o incluso despidos. Muchos serán ejemplos de supervivencia empresarial más que de mala fe, pero una consecuencia para quien hoy gana 736 euros al mes es que puede perder su trabajo en lugar de alcanzar los 900 euros. El impacto real en el empleo lo veremos dentro de unos meses y nunca exento de interpretaciones.
La forma en la que se ha subido el SIM no es la habitual. Durante semanas se ha vinculado el incremento a la aprobación de los Presupuestos de 2019 y finalmente se ha subido por un decreto ley. Técnicamente es lo que toca, el decreto ley porque, aunque el impacto del SMI en los presupuestos no es menor ya que varios elementos de gasto se calculan como múltiplos del SMI, vincularlo a los Presupuestos tenía sobre todo un componente negociador. Una mejora de este calado para los más desfavorecidos difícilmente puede obviarlo un partido de izquierdas como ERC. La aprobación en los presupuestos del nuevo SMI bien podría haber recibido un tuit plateado, como el ya famoso de hace poco más de un año.
Sin embargo, lo que más violenta el procedimiento habitual es la falta de consenso con los actores sociales. El anterior Gobierno había llegado a un acuerdo con sindicatos y patronal para subir el SMI progresivamente hasta llegar a 850 euros en 2021. El actual ha decidido acelerar la subida, poniendo el rumbo a los 1.000 euros. Legislar solo por motivos políticos en temas laborales no siempre da un buen resultado.
Veremos cómo evoluciona el empleo, especialmente el precario, cómo actualizan los salarios las empresas a las que les “pilla” el nuevo SMI, cómo reacciona el sector del outsourcing que hace de la diferencia de convenios una de sus ventajas competitivas y, en definitiva, cómo le sienta a la economía y a la sociedad en su conjunto la primera medida implantada aisladamente al no lograr apoyo suficiente los Presupuestos de 2019.