El perfil del fanático religioso que se puso a pegar tiros en Estrasburgo y acabó siendo abatido por la policía es idéntico a los de muchos de sus predecesores: delincuente común dado al hurto y al trapicheo de drogas que acaba en el trullo, donde conoce a unos simpáticos islamistas que lo captan para la causa y le llenan la cabeza de sandeces, fabricando una bomba humana que estalla en cuanto el muchacho sale de la trena. En Occidente tenemos una extraña manera de velar por nuestros intereses: el estado de turno saca de la circulación a un tipo que no progresa adecuadamente en la sociedad y el sistema penitenciario le devuelve un terrorista. O sea, que estamos haciendo unos negocios que no tienen nada qué envidiar a los del proverbial Roberto el de las Cabras.
El terrorista en cuestión siempre pertenece al mundo islámico. Parece que entre nuestra población reclusa no hay cristianos de base con ganas de redimir a ovejas descarriadas. Casi mejor, pues si se pareciesen en algo a los islámicos, sus pupilos saldrían a la calle dispuestos a poner bombas en clínicas abortivas, en manifestaciones feministas y en el Día del Orgullo Gay. El problema, pues, se reduce actualmente al islamismo violento y con hambre de yihad. Ante la evidencia de que cada día son más los chorizos árabes que descubren a Alá en el trullo y se montan a la salida su propia guerra santa, ¿no iría siendo hora de vigilar un poquito dónde los encerramos y de supervisar convenientemente sus vacaciones por cuenta del estado?
Pero me temo que el origen del problema viene de antiguo, de cuando no había islamistas zumbados a los que desactivar. El mundo carcelario es, como la muerte, uno de esos temas que preferimos no abordar. Hay hasta frases hechas al respecto, como la inmortal Se sale peor de lo que se entra. Casi nadie cree en la capacidad redentora del talego, y aceptamos como normales cosas que suceden entre rejas y que nos escandalizarían en el mundo exterior: ¿es normal que ahí dentro imperen el matonismo y la ley del más fuerte?; ¿es normal que a un interno joven y mínimamente atractivo (o ni eso) lo sodomicen a los diez minutos de haberse instalado en la celda?; ¿es normal que haya más drogas dentro de la cárcel que en todo el barrio barcelonés de La Mina?
Nos limitamos a deshacernos de los sujetos molestos arrojándolos a un inmenso contenedor de basura, y nos desinteresamos de su destino porque ojos que no ven, corazón que no siente. Y no lo digo por buenismo: los presidiarios me importan un rábano, como a la mayoría de nosotros, pero no tenemos más remedio que fijarnos en ellos cuando los sueltan y les da por dispararnos. Dicen que el sistema penitenciario es cruel y nefasto para la reinserción, pero es que además es idiota, pues alimenta física y espiritualmente a unos pobres desgraciados que acaban enganchándose a la religión -el timo más eficaz de todos los tiempos, junto a la patria- para encontrarle sentido a su vida. O se crea un entorno razonable para el chorizo árabe o la fábrica de terroristas islámicos va a seguir produciendo ejemplares a granel. Nosotros mismos.