La ley del péndulo, además de un fenómeno físico, es la nota característica de la política cotidiana. La irrupción definitiva del populismo en las instituciones españolas, que nunca fueron ajenas a los extremismos porque España ha sido a lo largo de su historia un país profundamente desigual, un rasgo cultural que siempre nos ha alejado de Europa, se cierra con la extensión del dogmatismo por los cuatro puntos cardinales. Al delirio creciente de los separatistas, que desde Cataluña siguen tensionando la vida pública y condicionando las mayorías parlamentarias, se añade el ascenso de Vox, una organización ultraconservadora, desde Andalucía, donde el populismo socialista que en su día bautizamos con gran éxito de crítica y público como peronismo rociero va a ser sustituido en semanas por una derecha múltiple que parece huir de la senda liberal para adentrarse en el peligroso terreno de las esencias identitarias más tradicionales: toros, patria y familia.
Algunos politólogos, esos grandes teóricos que obvian el factor humano que explica la vida política, lo llaman sentimentalismo, pero más que sentimental diríamos que se trata más bien de una espiral irracional y nihilista: quien sólo cree en el pueblo elegido --cualquiera que éste sea-- es incapaz de pensar en nada más, incluidas las personas.
El terremoto andaluz, que tiene más que ver con la sustitución de un populismo por otro de signo en apariencia opuesto --las diferencias entre ambos, en realidad, no son tan antagónicas-- augura un cambio de tendencia profundo en el tablero de la política española. El éxito electoral de Vox, que ha multiplicado por diez sus votos en muchos barrios obreros y pueblos del Sur, va a acelerar el viraje del PP --que ya estaba en marcha tras la destitución de Rajoy-- hacia su derecha en un movimiento al que se va a subir Cs y que tiene en la figura de Aznar a su principal referente ideológico.
La ola de descontento popular discurre en esa dirección y quien quiera alcanzar el poder --en eso consiste la política desde el origen de los tiempos-- deberá subirse a ella, ante el riesgo de quedar apartado por completo de la corriente dominante. La sociedad española camina pues con paso firme y decidido hacia la dogmatización total, sin que nadie parezca ser capaz de evitarlo.
Los soberanistas, divididos y amenazados por sus propias bases, a las que ellos mismos condujeron a un callejón sin salida, ya verbalizan una opción violenta (la denominada vía eslovena) que busca la balcanización ibérica sin que importen las consecuencias. Su resolución es clara: más vale convertir a los muertos ajenos en mártires de la causa que ser ajusticiados por el airado populacho batasuno de los CDR.
En la dirección contraria se mueve la reconquista de los nuevos ultramontanos, que provoca ya una radiación fatal en el resto del arco político, donde Podemos, convertidos en profetas de la izquierda irresponsable, llaman a la lucha callejera contra un fascismo respaldado por las urnas. No hay espacio para el diálogo, en buena medida porque unos no quieren dialogar --es más fácil imponer-- y otros creen que ante los dogmáticos valen las palabras o los argumentos.
Entre tirios y troyanos, pugnando ambos por saquear la caja común de caudales --los lirismos en política terminan siempre en el prosaísmo tributario--, el estado del país real se aproxima a algo muy parecido al desastre cósmico. Ya lo escribió Sánchez Ferlosio: “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos”. La balcanización no es todavía territorial. De lo que no cabe ninguna duda es de que sí es mental.