Es cierto, Vox es un partido de extrema derecha. Pero no por el motivo que nacionalistas y terceristas argumentan, es decir, por el modelo territorial que plantean para España. Vox es un partido de extrema derecha por su discurso antiinmigración, xenófobo, euroescéptico, antifeminista, homófobo, antimusulmán, proteccionista, populista, demagogo y de blanqueo del franquismo. En cambio, su defensa de un Estado centralista --sin CCAA-- y su oposición al separatismo no son elementos atribuibles a la extrema derecha.
De hecho, en las democracias de nuestro entorno es habitual que sea la socialdemocracia la que defienda un Estado fuerte y poco descentralizado. Y el federalismo es también, en esencia, eso: la cesión de poder de los Estados federados a la federación, la búsqueda de la igualdad, la homogeneización, la simetría, la armonización... por mucho que algunos hayan retorcido el término en sentido contrario.
A la espera de que en las próximas semanas se analice en profundidad los resultados de las elecciones autonómicas de Andalucía, todo apunta a que la espectacular irrupción de Vox se debe a cuatro motivos fundamentales: el voto antiinmigración en algunas zonas; el descontento con los recortes en las políticas sociales de la Junta; el hartazgo con 36 años de gobierno socialista ininterrumpido salpicado por la corrupción y el clientelismo, y el rechazo de las políticas de contentamiento con el nacionalismo y el secesionismo.
No sabemos qué peso ha tenido cada uno de estos motivos en la decisión del voto, pero me atrevo a aventurar que el último de ellos ha tenido bastante influencia. Con el procés en la primera línea del debate político --también en la campaña andaluza--, los partidos que más han sufrido electoralmente son, precisamente, los que más tibios han sido en su respuesta a los que intentaron fracturar unilateralmente el país hace poco más de un año. El PSOE --que se avergüenza de los símbolos federales pese a autodenominarse federalista, que hoy gobierna España gracias a los independentistas, que defiende dialogar con ellos y que se muestra favorable a indultar a los responsables del golpe del 1-O-- ha perdido 14 escaños. El PP --que ahora apuesta por una contestación contundente al separatismo pero que cuando estuvo en el Gobierno aplicó un 155 corto y light, sin tocar la educación ni TV3, y que tiene un amplio historial de pactos con el nacionalismo-- ha retrocedido 7 asientos. A Podemos --que apoya un referéndum secesionista-- se le han esfumado 3 diputados. Mientras que Ciudadanos --que hace bandera de su oposición al nacionalismo catalán-- ha ganado 12 escaños. Los mismos con los que se ha estrenado Vox.
El tercerismo alerta ahora de que estos resultados alimentan al independentismo más radical, considera que el crecimiento de los que se oponen a pactar con los secesionistas da alas al nacionalismo más fanático. Pero el planteamiento es erróneo. En realidad, es la respuesta condescendiente con la actuación primitiva del separatismo la que ha hecho surgir un movimiento de resistencia en sentido contrario.
Tampoco es exacto concluir que en las elecciones del domingo ha entrado la extrema derecha por primera vez en las instituciones autonómicas españolas. En Cataluña lo sabemos bien. Hace décadas que los partidos nacionalistas con presencia en el Parlament y en el Govern sistemáticamente aplican políticas de extrema derecha y lanzan discursos ultras. Basta con recordar el “España nos roba”; la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán; el adoctrinamiento en los colegios; las multas lingüísticas a los comerciantes; los mensajes supremacistas --“el hombre andaluz [...] es un hombre destruido [...], es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual”, escribió el expresident Pujol--; la utilización de los medios públicos como maquinaria implacable de propaganda nacionalista; las mofas a los niños andaluces por su acento --“allí hablan el castellano, efectivamente, pero a veces a algunos no se les entiende”, espetó el expresident Mas--, los insultos a los castellanohablantes que protestan por ser discriminados --“carroñeros, víboras, hienas, bestias con forma humana”, nos llama el president Torra--; las continuas acusaciones de fascista y franquista contra el Estado español, o la ocupación permanente e impune del espacio público con símbolos nacionalistas.
Así las cosas, no tiene mucho sentido que los partidos de izquierdas se echen las manos a la cabeza ante la probable negociación de PP y Cs con la extrema derecha de Vox --y les acusen de ceder a su chantaje-- cuando ellos entendieron razonable en su momento negociar con los nacionalistas --algunos de ellos también extremos-- de JxC, PDeCAT, ERC, PNV y EH Bildu.
El domingo por la noche, los tertulianos de casi todos los medios se preguntaban qué se había hecho mal para que Vox haya entrado con fuerza en las instituciones andaluzas. La respuesta parece evidente: se ha hecho lo mismo que en Cataluña y el País Vasco, donde los ultras conviven con los demócratas con el blanqueo de Madrid. O los partidos moderados combaten al nacionalismo sin complejos, o vendrán otros menos moderados que lo harán.